Después de que te fuiste


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Antes de decirle a la chica lo que se volvería una especie de atrevimiento lúdico, Juan Manuel sostuvo la idea como quien sostiene un arma cargada. Se le había ocurrido la frase al ver a aquella mujer en ciernes por sexta vez consecutiva dentro del bus que cada tarde tomaba a casa. Era como si alguien se la hubiera susurrado al oído. Cosa por demás infrecuente porque había llegado de intercambio, ocho meses atrás, a Alemania, vivía con una familia evangélica en las afueras de la ciudad de Minden, y jamás le habría dicho esa oración a nadie en Colombia, no de un modo capitular y muchísimo menos así tan de buenas a primeras.

Pero Juan Manuel pensó que no tenía nada qué perder porque la chica germánica de seguro no lo entendería. Él era mucho menos que un extraño, tan sólo un hombre más en el trasporte público, y en cambio quedaría muy satisfecho al decirle a una mujer tan hermosa, con la propiedad inusitada del caso, como no lo había hecho nunca antes, lo que realmente le daba la gana.

De modo que ese lunes de verano, entre la estupefacción de los alemanes adormecidos que estaban sentados en torno a la chica, con el calor leve de un bus sin acondicionador de aire que hacía manar el olor a humanidad de unos y otros, se animó:

—Discúlpeme—dijo, en castellano y con una voz fluída que no parecía la suya—: es usted una de las mujeres más bellas que he visto.

La chica lo miró fijamente mientras él, desde el asiento diagonal, articulaba semejante frase en un idioma que no pudo identificar. Lo escuchó como quien oye llover, pero mirándole a los ojos, a manera de correspondencia, pues Juan Manuel también miraba el verde pálido de los suyos. Era la primera vez que un hombre desconocido le decía algo de manera tan directa e indescifrable, con un tono medido y a la vez recio, casi se podía palpar la voluntad de ese tripulante al que jamás había visto. En principio pensó que quizás él la había confundido con alguien más. Afinó en un instante sus oídos para cortar en el aire las palabras, tratando de asociarlas con su lengua materna o al menos con cualquier cosa que hubiera escuchado antes. Nada. Decidió no sonreír para no alentar ningún tipo de ínfulas. Cuando sintió que aquel extraño había terminado de decir lo que quería, encogió sus hombros del modo en que lo hacen las despreocupadas musas, un gesto nada adusto, aprendido después de tanto lidiar con cretinos que buscan cualquier cosa para conversar. Giró la cabeza hacia el ventanal en el cual se bifurcaban los álamos y las casas con jardines reverdecidos de Todtenhausen. El murmullo del motor hizo menos incómodo el momento para todos.

Contrariado mínimamente y afirmando su propio arrojo, Juan Manuel sostuvo una media sonrisa, se reclinó un poco más en su asiento y no volvió a mirarla hasta que ella se bajó del vehículo. ¿Quién era aquella mujer? ¿Qué nombre le habrían puesto sus padres? Tenía el cabello oscuro, violáceo, pero la nata de su rostro parecía la configuración de una obra ingeniosa cuyo autor se había empeñado en perfeccionar. En otros términos: su rostro tenía una dulzura tremenda, pero su regio mentón y pómulos le afirmaban carácter. Los labios naturalmente rosados eran una vocación de ensueño. Toda ella, con sus jeans grises, ajustados, que sugerían un culo firme, daba la impresión de la delicadeza.

Se bajó en el pueblo de Windheim, tal y como lo había hecho las cinco veces anteriores. El bus emprendió la marcha. La chica cruzó la calle sin siquiera parpadear.

Mientras la ruta avanzaba, Juan Manuel se quedó fabulando entre cien nombres de mujeres. Puede que la chica viviera con sus padres, a simple vista no podría tener más de veintitrés años. La imaginación de Juan Manuel propendía a llenar los vacíos de aquella identidad. Se figuraba que a lo mejor el padre se quejaba siempre, a gritos xenófobos, de la avalancha de sirios y árabes que había llegado hacía un año al país. ¿Lo confundiría quizás con uno del oriente medio? No importaba mucho tampoco.

Lo que quedaba de tarde se consumió para él en la espera ansiosa del nuevo día. La noche fue un manojo de sueños febriles, cada uno más intrincado que el anterior. En todos aparecía ella, su cara en la cara de otras muchas chicas que rodeaban su vida. Soñó que la escuchaba decir su nombre y que bailaban una lenta canción de Frank Sinatra, soñó con cuadros abstractos que se superponían en un ciclo infinito, que vistos de afuera mostraban su cuerpo desnudo.

El delirio no lo dejó en paz ni despierto. Se acrecentaba a medida en que se iban cumpliendo las horas matutinas con sus obligaciones en Minden. El día se aproximaba a la 1:20 de la tarde, cuando tomaría de nuevo el bus 600. Podría verla una vez más.

Ahí estaba ella. Despampanante, mejor que ayer. Esta vez tenía una delgada chaqueta negra. Ambos subieron al vehículo. Se reconocieron fácilmente en una fila de veinte personas formada frente a las puertas del autobús. Evitaron mirarse. Juan Manuel únicamente la observaba cuando ella estaba de espaldas. Esta vez, por el azar dadivoso se habían sentado a sólo dos sillas de distancia, frente a frente. Hubiera podido decir algo en su alemán de párvulo, pero llegado el momento, se giró hacia ella, repitió un calco de la frase.

—Discúlpeme—formuló como quien lanza un anzuelo innecesario—: es usted una de las mujeres más bellas que he visto.

La chica apenas si lo podía creer. Aunque no entendía lo que le estaba diciendo supo que era la misma construcción semántica del día anterior. Esta vez abrió sus labios, subió ligeramente la cabeza, parecía que alguna palabra iba a escaparse de su cerco, y sin embargo a último momento se abstuvo. Peinó con sus dedos la frente revuelta de cabellos, y comprendió que Juan Manuel había empezado un juego que en el fondo no era desagradable, no había mala intención, al menos su intuición femenina nada alertaba al respecto. Volvió a bajarse en el pueblo de Windheim, pero antes se volvió para mirar a ese hombre que parecía tener prendida en los ojos una tristeza antigua.

Amelia era su nombre, salvo que Juan Manuel nunca lo sabría. Las cuentas del destino le deparaban esa duda. La tarde para ella tuvo un olor a nostalgia parecido a la lavanda quemada. No podía entender muy bien los motivos de ello. Se encerró en su habitación a mirar fotos digitales de los últimos cinco años, revisando y anhelando, con el pretexto de borrarlas. Conforme avanzaba en la pesquisa no podía resignarse a perder ninguna de las imágenes. En todas estaba alegre, comprometida con su felicidad que se había asomado después de una época confusa de adolescente mimada por todos. Fue entonces cuando apareció el recuerdo de la mirada fija de Juan Manuel. Descubrió que era ese recuerdo el que en vano estaba buscando en la memoria de su computador. Lamentó no haberle dicho nada, al menos lo obvio: que no podía entenderle. Se sintió presumida, pero tal sensación se fue desvaneciendo con los deberes pendientes de su clase de bioquímica. Puso un blues, una canción antigua con un clarinete que serpenteaba bajo el título After You’ve Gone, aquello la puso de buen humor, le cambio el clima enseguida.

Al dar las buenas noches a su padre y hermano, tuvo una idea que daría continuidad al juego: la próxima vez que escuchase la frase de aquel hombre, estaría preparada para grabar, secretamente, el audio incomprensible.

La estación de buses, al día siguiente, estaba particularmente vacía, Amelia echó un vistazo amplio desde el andén principal, poniéndose de puntas y deslizando por su nariz las gafas de sol en perfecta postal de verano. No había rastro aún de aquel hombre, igual faltaba más de una hora para que saliera el bus 600. Esperó, solitaria, sentada en una de las bancas cenicientas de la estación. Mientras, se sabía observada del otro lado de la calle, desde un café, por otra mujer que debía tener unos cuarenta años. Amelia estaba acostumbrada a las miradas lascivas, podía adivinar de lejos las intenciones de los demás. Tenía con su propia belleza una relación agridulce de orgullo y fastidio. Acostumbraba ser el centro del deseo, donde se posaban los ojos de los desconocidos más o menos impertinentes, y puede que fuera por eso que la mirada de Juan Manuel la había cautivado de cierto modo. Cumplida la hora, él no apareció. Esa minúscula frustración la acompañó de regreso a su casa, un día anodino, sin nada qué contar, y sobre todo sin ningún audio en lengua extranjera qué registrar.

En la casa de los Resner, Juan Manuel lamentaba no tanto el hecho de haber perdido un día de clase de su curso de alemán intensivo, sino no haber visto a Amelia, había faltado al juego que daba un matiz renovado a su vida, o al menos así le había parecido en los últimos dos días que para él habían sido eternos. Se había quedado dormido toda la mañana, sobreviviendo como pudo a una resaca de dos botellas y media de vino seco, tinto y barato. Había bebido muy de madrugada, contestando la correspondencia anticipadamente y hablando con sus amigos colombianos, para quienes ya era harto el tema de la mujer en cuestión que había conocido en el autobús. Les decía que después de haber ido a Alemania a estudiar, primero el idioma y luego el doctorado, verse ahora tomando un bus como hacía quince años antes en Colombia, le resultaba simpatiquísimo, su corazón parecía el de una peluquera de provincias, y les recordaba aquella frase de que sólo envejece quien deja de enamorarse. Como es natural, sus amigos opinaban que él era un idealista irrecuperable, además de un loco que se había ido a probar suerte sin la menor necesidad. Consideraban increíble que él, uno de los historiadores más reconocidos de Cartagena de Indias, se expusiera ahora a ser un analfabeto entre la arrogancia teutona.

El fin de semana se atravesó entre los deseos de ambos como una piedra en un zapato. El lunes llegó mal y tarde. Amelia prácticamente había desechado la idea de grabar la frase de Juan Manuel. Él, por su parte, se había entretenido en un largo paseo en el Steindhuder Meer, lago que navegó con un bote alquilado, pensando en esa mujer sin nombre aparente, reconciliando sus visiones con la maciza realidad. El día signado llegó por fin para traer algo de paz a su espíritu de extranjero. Amelia estaba ya sentada en la ruta 600 mirándole fijamente desde el negro de sus gafas de sol. Juan Manuel había llegado tarde a la fila. La reconoció. Sonrieron. Él tuvo que ir de pie más de la mitad del recorrido. Ella parecía el firmamento enfundada en un vestido azul. Acomodaba sus gafas negras, miraba de reojo.

—Discúlpeme—dijo él desde su altura, comprendiendo que no podría sentarse antes de que ella bajara—: es usted una de las mujeres más bellas que he visto.

—Tut mir leid—dijo ella, con una sonrisa esquiva—, ich kann dich nicht verstehen.

Juan Manuel entendió únicamente dos palabras de su enunciado. Presumía que ella debía haber dicho una disculpa. Amelia ajustó su morral negro, el bus llegaría pronto a su pueblo. Juan Manuel había obtenido una respuesta, y eso en principio debía bastarle, pero sintió la fuerza del desaliento. Advirtió entonces que su estrategia había sido torpe desde la segunda vez que había repetido la misma frase. Lo ideal, pensaba, hubiera sido hablarle en un alemán mascullado. Luego se dio cuenta de que lo imprescindible en casi toda relación humana, mucho más que cualquier otra circunstancia, más que lograr expresarse, es comprender al otro, o al menos intentarlo.

Amelia estuvo ensimismada con su teléfono los ocho minutos restantes del recorrido. Parecía que a Juan Manuel algún dios lo hubiese borrado de la faz de la tierra. Él estaba perplejo, aún de pie, aunque tranquilo, viendo a través de la ventana paisajes que no eran los suyos, el plateado río Weser le dio una sed voraz que le crecía en la garganta. Antes de levantarse de su asiento, Amelia miró una última vez, de abajo a arriba, a ese hombre exiliado, pero en los ojos de ella brillaba con menos intensidad la incertidumbre, desde su juventud implacable, parecía dueña de todo el vehículo y de toda la vida disponible.

En un castellano, esforzado, recién aprendido, y justo cuando pasó al lado de Juan Manuel, mirándole difusamente, Amelia le soltó con la misma propiedad con la que él le había dirigido por primera vez sus palabras:

—La belleza es común.


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