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Oscilaba ese verano entre Madrid y Sevilla, a veces entre Madrid y Huelva, hice seis recorridos en autocar, cada uno de unas seis horas en promedio (aunque el primero duró siete), la distancia también era más o menos la misma, algo más que unos 600 kilómetros, esos viajes en bus, recorriendo llanuras áridas en el año 2014, a veces vuelven a mí en sueños, sobre todo cuando no puedo dormir, lo cual no es tan frecuente, pero sucede, claro, y entonces pienso en la ligera claustrofobia que sentía en esas sillas acolchadas y marrones, en el cansancio que asoma cuando se está en la misma posición durante más de dos horas, y eso que en Colombia yo había hecho trayectos más largos, algunos incluso de un día y medio sin descanso, pero no sé por qué motivo los viajes que hice en la península ibérica me parecían, y me siguen pareciendo, momentos de lucidez extraña, no por el simple esnobismo de recorrer otros parajes tan disímiles a los acostumbrados, nada de eso, todavía no puedo explicarme bien a mí mismo esos delirantes itinerarios en los que yo incluso soñaba que el autobús se caía por un peñasco, que por tanto no conocería a mi hijo que estaba por nacer, y aquella caída se repetía como una cinta de película que no se quiere volver a mirar, y yo sentía el vértigo del despeño, pero cuando despertaba, sudando la gota fría, con la camisa helada por el pánico, comprendía que ese precipitarse era un sofisma que encubría un cuento o una verdad (si es que hay alguna diferencia), es decir, no podía recordar lo que había pensado antes de soñar aquella interrupción abrupta, mas tenía claro que era una historia que debía evocar y referir, porque es así cómo llegan los mejores cuentos, con el duermevela, y puede ser que de esos viajes hayan migrado hasta este presente los pájaros narrativos que ahora cuento, y entonces, en esos tiempos que ahora se ven abstractos, el bus sólo hacía una pequeña parada, a mitad de camino, en una especie de pequeña colina de tierra crema en la que había un supermercado para viajeros, adentro una cafetería grande y en el centro del lugar estaban emplazadas, en una especie de circunferencia hecha con cubículos, las dos cajas registradoras, y el bus se estacionaba en un parqueadero amplísimo y desértico, y los tripulantes, algunos impacientes, nos bajábamos a beber café, fumar o a comprar unos bocadillos de jamón serrano o queso manchego, y yo, que había apenas dormido, estiraba las piernas y notaba que casi nadie hablaba entre sí, puede que por la timidez o por esa especie de barrera de indiferencia que se parece al miedo, en uno de esos viajes, lo recuerdo claramente, venía una pareja de jóvenes que andaría por los dieciocho años, se besaban cada vez que alguno tenía ganas, yo los miraba de reojo (me gusta mirar a la gente cuya infelicidad no ha perturbado del todo su sino), y luego yo caminaba un poco mirando a la pareja, se veía que se conocían de niños, ambos tenían la delgadez de la juventud, ella era simpática, o naíf, la nariz muy respingada, su tez blanca, aunque mucho más delgada de lo que me gustan a mí, guapa en definitiva, y él parecía el chico alevoso de la clase, unas gafas negras tipo aviador, solo le faltaba la chaqueta de cuero para parecerse a un James Dean andaluz con poquísima mundología, colina abajo pasaban a más de 140 kilómetros por hora los autos endemoniados en ese paisaje de arena y tierra, apenas unos árboles, pero no muy altos, y el fuego del cielo, un calor que abrasaba como pensé que sólo se sentía en el caribe colombiano, no podía alejarme porque el conductor había dicho que pararíamos quince minutos, solo quince, había repetido dos veces, de manera que con mi café en la mano hacía una especie de guardia distraída, me decía a mí mismo que pronto estaría en la terminal de Sevilla, en donde me esperaba X, cuando me esperaba, X me había dicho, cuando rompimos la barrera que separa a los amigos de los amantes, que su padre estaba enfermo, muy enfermo, una especie de cáncer prematuro en los huesos, el viejo estaba postrado en su cama, la madre de X hecha un atajo de nervios, la desgracias así no se prevén, llegan un martes cualquiera a la hora del café y las galletas, de modo que toda ayuda que X pudiera ofrecer en su casa era inestimable, y eso significaba que no podía pasar todo el tiempo conmigo, de las tres noches que yo iba a quedarme en Sevilla sólo podía dormir una a mi lado, yo le había dicho que no me importaba, X merecía no sólo esa despedida, sino todo cuanto yo pudiera hacer para alegrarle la vida, ella era un poco dada a hablar de las crisis y se deprimía con facilidad, y cómo culparla, pensé, y en ese instante, consumido por estas y otras cavilaciones, subí otra vez al autobús que emprendía de nuevo la marcha, restaban por tanto más o menos tres horas para llegar, ahora era la pareja la que me miraba de reojo a mí, yo leía Siddharta, de Hesse, y pensaba que todos escribimos indefectiblemente sobre lo que ya no existe y me abrumaba la ordinariez de las ideas que se me ocurrían, pero luego pensaba que no tenía porqué hacer conjeturas demasiado novedosas, el libro lo había comprado la semana anterior al viaje en la estación de autobuses de Córdoba, sólo dos euros, me había gustado pagar el libro con una única moneda, un trueque justo, pero mientras leía en el bus apartaba con frecuencia mi atención de las hojas, lo único cierto es que a medida que avanzábamos en descenso hacia el Guadalquivir yo pensaba en X, en la tortilla de patatas que me había cocinado la última vez, en su manera de sostener los cigarrillos y de ofrecerme los tintos de verano, y sobre todo en la noche del billar cuando la rubia se había dejado besar por vez primera, y entonces interrumpiéndolo todo saqué mi teléfono para leer el primer correo que X me había escrito, en el que utiliza la tercera persona para hablar de sí misma, donde parece haber hecho un largo inventario de ideas, líneas que X había escrito el 29 de julio de 2014 y donde se aprecia la fluidez de sus sentimientos, dice entre otras cosas:
«Un témpano de alma perdida. Vagamundos de las circunstancias. Y carreteras. Muchas carreteras que se deslizan bajo las ruedas de cualquier coche sin dueños. Con la mirada perdida viendo luces pasar y esperar, esperar eternamente. A que algo pase, o a que mejor, no pase nada. Y helarte el alma sin darte cuenta, pasar a nadar en bebidas que escuecen, en licores amargos. Cabalgar en volutas de humo a veces densas, imaginando genios de lámparas maravillosas que aparecen sin turbante.
Lo aleatorio. Decidir un día tomar una calle que siempre está cortada para descubrir un rincón secreto. Decidir sin saber, siempre con la incertidumbre de lo que devendrá. Y sin querer pensar en qué. No le esperaba porque nunca esperó a nadie. Se podría preguntar si eso era normal, pues apenas había vivido nunca nada parecido. Por una rendija cualquiera pudiera imaginar que las caricias eran antiguas, que las rutas de los dedos se había recorrido cientos de veces.
Tal vez fuera así, en otra vida. Y tal vez no fueran desconocidos después de todo. Los ojos alimentan escondidos, furtivos. Y el café se convierte en un pozo donde ahogar a gritos deseos que esconder ante el resto. Que no podrían entender tal magia, ni necesitan entenderla. Ella quería bailar sobre sus zapatos. Ella esquiva las miradas para que no le desnuden el alma fría, que no el cuerpo.
Vino que no se derrama entre labios que parecen conocerse de siempre. Y que a la vez se buscan desconocidos. La brevedad, el sentir como crecen las ganas que habrá que acabar extinguiendo como un fuego feroz. Quién no tiene valor para marcharse. O para quedarse. Cuentos para calentar el alma. Y viajes imaginarios dentro de un no lugar. De un cuarto. De un billar, o de un pasillo.
El chispazo de lo que empieza y queda inconcluso, el sabor dulce y apetecible de lo que puede no vuelvas a saborear. O tal vez en otra dimensión. No podrá cocinar una tarta, no ahora. Tal vez algún día. O tal vez nunca. El alma de hielo ya se derrite en el averno, entre terrones de azúcar. Entre páginas de libros. Entre cartas antiguas. El alma de hielo se derrite en camisas ajenas.
De soslayo lo mira, agradecida por la magia que han conseguido crear en un conjuro conjunto. Fugaz. Como el primer sorbo de un café recién hecho. De una tarta. La primera calada de un cigarrillo vespertino. Un mordisco intempestivo en una biblioteca. La primera página de un libro que puede quedarse en un impase, tal vez sin escribir nunca más.
Gracias por la magia. Porque nos encontremos o no algún día, de alguna manera, has tocado mi alma con los dedos desgastados de tocar la guitarra, has descongelado mi sonrisa, me has abrigado el sueño. Has despertado mis deseos animales, mis ganas de recorrer el mundo y enseñarte cosas».