El rumor de lluvia entraba por la ventana entreabierta, no incomodaba el sueño. Además del goteo incesante contra los cristales, el alféizar y la vegetación del jardín, no se escuchaba más que el tic tac del reloj de pared que avanzaba decidido, trémulo. Un grito ahogado de mujer interrumpió la madrugada.
—¿¡Carajo!.. qué es lo que pasa?—dijo Rober, sobresaltado, encendiendo la lampara cúbica de su mesa de noche y girando para verle la cara a su pareja.
Ella estaba sentada en la cama, desnuda de la cintura para arriba, el corazón todavía pulsaba rápidamente.
—Nada, no pasa nada—respondió Amanda, sobándose la frente con la palma de la mano, indiferente, más amargada por la luz recién nacida que por el susto de la ensoñación.
Rober suspiró. De nada servía seguir preguntando, no iba a soltar prenda. Apagó la luz, acomodó su lado de las sábanas y fingió volver a dormirse. Ambos estuvieron despiertos dos horas más entre la oscuridad reinante. Rober pensaba en aquel grito esforzado, en la mirada de náufrago de su novia. Ella elucubraba teorías para darle sentido a las imágenes recuperadas de aquel sueño que no llegaba a ser una pesadilla; hasta que por fin ambos cuerpos cedieron a la temperatura raramente fresca de la habitación. Espalda contra espalda.
Amanda odiaba Cartagena de Indias. No le gustaba ni un poco esa falsa cara de colores vivos que daba la ciudad tan hipócritamente a los turistas. Pero le gustaban muchísimo menos sus calles reales, las de los barrios como Nuevo Bosque, en donde vivía con Rober. Se decía a sí misma que aquellos andenes mal construidos y toda esa arquitectura miserable de casas enrejadas y feas comprobaba la corrupción y el desinterés, en primer lugar de sus ciudadanos ignorantes y quizá por ello violentos y pobres de espíritu, y en segundo término de la clase dirigente e irónicamente arribista.
Curioso lugar en el que me vine a meter, pensaba la norteamericana. Cada dependencia distrital por ínfima que fuera —solía afirmar—, se aprovechaba como podía para sacar tajada: gobierno de pillos para el cual la gente no era más que una fría estadística que cobraba vida tan sólo en las fotos politiqueras, donde las personas, ahí sí, servían como extras de una trama nauseabunda.
Había llegado de Dallas, un año antes, a vivir en Colombia, enviada por los Cuerpos de Paz de los Estados Unidos. Enseñaba inglés en dos escuelas sencillas que le pagaban un sueldo irrisorio. Sus ahorros iban a menos. Todo ello lo había previsto de cierto modo antes de llegar, pero el desencanto era tanto mayor a sus ideas más pesimistas. La verdadera razón por la que continuaba en Cartagena era Rober, salvo que poco a poco empezaba a desistir.
Me siento atrapada, pensó Amanda. Desde hacía un buen rato había clareado el día. Rober estaba en la ducha. La cafetera encendida en la cocina. El vapor hacía un sonido tranquilizante, un sonido inequívoco de desayuno y pan con mermelada. A Amanda le encantaba desayunar con Rober y sin él, era el momento del día que más se asemejaba a una hoja en blanco.
Cuando Rober salió del baño, cerrando la puerta a su paso, Amanda lo miró detenidamente. Hacía unas tres semanas la situación era invivible entre los dos: cada interacción abrigaba un reproche de ella, un aliento de él, una nueva queja sobre el calor asfixiante y una frustración compartida.
El problema no era tanto el dinero, sino el lugar, aquel barrio, aquella ciudad, aquel país. Él sabía que Amanda no era feliz en Colombia, se culpaba por ello, sabía que su presencia la retenía de alguna manera, pero alejaba esa autoflagelación.
La gringa estaba poniendo las tazas de café en la mesa, tenía la mantequilla en una mano y el queso en la otra. Sus ojos verdes habían amanecido con un brillo apagado.
—¿Ahora si me vas a contar qué fue lo que soñaste anoche?—preguntó Rober al tiempo que terminaba de cerrarse la camisa. Se vestía siempre de arriba a abajo y a pesar de la vecindad en la que vivían, acostumbraba vestirse con mucho esmero. Le gustaba la ropa fina, las hermosas mujeres y la ginebra.
—Supongo que sí.
Hubo un silenció largo. Se sentaron a la mesa, estudiándose sin decirse nada mientras Rober untaba mantequilla en su pan y de vez en cuando mojaba los labios en el café caliente al que había puesto un chorrito de ginebra.
—¿Y bien?
—Fue uno de esos sueños en los que quieres despertar y no puedes—dijo Amanda, tocándose el cuello como si le doliese—. En mi sueño escuchaba cómo llovía afuera, pero no podía despertar, y cuando por fin pensaba que había despertado seguía en el sueño. Lo mismo, unas cuatro veces.
—Envidio a las personas como tú que recuerdan sus sueños. Yo, con mis treinta y séis años vividos, aún no sé si sueño.
—Tú eres de los que sueña despierto, Rober. No te hace falta.
—Incluso no sé si duermo...
—Te levantaste con la comedia a flor de piel. Qué bien. Al menos uno de los dos puede hacer chistes.
—Sígueme contando, mejor.
—Muy bien. Estaba dormida, quiero decir, que también en el sueño soñaba que estaba acostada y que soñaba. Pero sabía que debía despertarme, así que lo hice. Después de algún esfuerzo por entreabrir los ojos y con el desaliento de levantarme, pude despertarme, pero estaba sola, aunque en ese momento fue lo más natural que tú no estuvieses a mi lado. Lo raro, me pareció, es que no era de noche, era una tarde como la de ayer. Los párpados aún me pesaban, me refregué los ojos con los dedos y miré hacia el ventanal…
Mientras Amanda cerraba los ojos para recordar su visión, Rober encendió un Marlboro y puso la caja encima de la mesa. Enarcó una ceja, interesado.
—Nuestro ventanal—prosiguió—no daba al jardín, sino que era una especie de acuario azul cobalto, iluminado, en el que había dos o tres tiburones que yo podía observar. Eran grises, no se veían amenazantes o no del todo, pero sí daban miedo, mucho miedo. A uno pude verle sus filas de dientes y yo no lo podía creer porque al mismo tiempo escuchaba cómo caía la lluvia. Estoy soñando, claro, me dije. Me levanté de la cama, con precaución y aterrada de que el ventanal se rompiera y los tiburones con su agua marina inundaran el cuarto. No daba crédito a lo que sucedía.
Rober notó que Amanda temablaba ligeramente, sus pupilas se habían dilatado, apenas había probado su café.
—Bueno, sí, con unos tiburones en la ventana cualquiera se asusta. Lo mejor es no pensar mucho en eso, corazón.
Como si no lo hubiese escuchado, Amanda se puso de pie.
—Me levanté de la cama y salí del cuarto completamente espantada—Amanda se sirvió un trago de ginebra, bebiéndolo a dos tiempos—. Caminé por el pasillo, fui a la sala y me asomé al patio, el piso del patio estaba seco, ni una puta gota había caído, ¡entiendes!, pero yo escuchaba llover… En ese momento era absolutamente evidente que estaba soñando así que cerré los ojos y traté de despertar. Y entonces allí estaba otra vez, como por arte de magia, en nuestra cama durmiendo, con los ojos cerrados y con temor a abrirlos porque no sabía si los tiburones seguían afuera, es decir, no sabía si había vuelto a la realidad, lo mismo escuchaba llover.
—Lo importante es que despertaste, estás aquí conmigo—Rober sonrió, al fin.
Ella hizo un ademán neutro, miraba la taza de café como si la bebida le recordase el acuario que había descrito.
—¿Cómo puedes decir eso? Me siento atrapada, Rober. Eso es lo que me revela mi sueño. Que soy una prisionera en esta ciudad de incultos y salvajes.
Estuvieron un rato en silencio.
—Durante el tiempo en que te he conocido me he dado cuenta—dijo él con naturalidad— de que nadie puede convencerte de lo contrario de lo que piensas. Por eso te enrolaste, en primera instancia, en los Cuerpos de Paz, aceptando venir al tercer mundo.
—No está mal cambiar de camino las veces que sea necesario.
—Sé que te quieres marchar, nadie te obliga a quedarte, no estás secuestrada ni mucho menos. Ha sido únicamente un sueño.
—¿Vendrás conmigo si me voy?—aventuró.
—No puedo irme para Dallas, no sé inglés, no tengo visa, no tengo trabajo allí. ¿Qué esperas que haga?
Se volvió para observarla.
—Hay tres clases de sueños: los que son recuerdos del día, los que son deseos reprimidos, y por último los que son premoniciones—respondió ella en voz baja.
—Si lo que quieres es irte vas a encontrar mil y una justificaciones. Yo tengo que salir ya para la oficina.
—Voy a comprar un vuelo hoy y a hacer todos los arreglos para irme la próxima semana—dijo con significativa frialdad.
Rober tomó las llaves de su moto y las metió en un bolsillo del pantalón. Dijo que hablarían con más calma en la noche. Salió sin despedirse.
Una claridad líquida se metía por todas las ventanas, un nuevo día de calor entre el sofoco de sus propios pensamientos.
Pensó Rober que ninguno de los dos creía mucho en el amor y ello no iba a significar ninguna represa que atajase la voluntad de Amanda, mas se repitió que no quería retenerla. Ella tenía clase a las 10 y luego la tarde libre.
Cuando el incendio de luz por fin cedía, a eso de las 5.45 de la tarde, regresaba Rober a su casa. Parqueó su motocicleta vio que su casa estaba sin luces. ¿Lo habría abandonado ya? Era improbable.
Tenía por costumbre escuchar un programa de radio de humor y noticias. Allí escuchó que había llegado el día “cero para Venezuela”, que otros catalogaban de fraude constituyente; escuchó que el ‘Pecoso’ Castro renunciaría al Atlético Bucaramanga en las próximas horas; y en las noticias locales reportaban el robo perpetrado a un hombre de Nuevo Bosque que se debatía entre la vida y la muerte.
Sintió deseos de fumar un cigarrillo, pero alejó la tentación, sin darse cuenta de que tampoco tenía. Abrió la puerta y llamó a Amanda. Sin respuesta. Miró en el dormitorio, la cocina y el cuarto de servicio. Se paseó por el patio. Todavía esperó un poco más. Nadie. Permaneció inmóvil un largo rato sentado a la mesa de la cocina, mirando el café que Amanda no había bebido.
Entró Rober en el baño, pero no tenía ganas orinar. Encendió la luz que le devolvió su reflejo en el espejo. Miró las manecillas de su reloj de pulsera, las 5.58 de la tarde. El reloj se había detenido, claramente, pensó. Calculó que serían las siete de la noche. Cuando miró —atento— en el espejo, se dio cuenta de que de una de las comisuras de su boca caía una saliva rosada, con rastros de sangre.