Le hablé al oído.
Le dije,
tomándome mi tiempo, 
que podría ser su profesor de español.
Sonrió.
Me dijo que sí. 
Sus palabras invitaban al abrazo.
Me acerqué a su oreja,
palpé con mi boca su lóbulo.
Abrí mis ideas 
y ella abrió sus piernas.
Fue un movimiento bello de su parte. 
No nos conocíamos 
pero disfrutábamos eso también. 
Después ocurrió lo de siempre:
entrometidos, 
gentuza, 
celosos de lo que ella y yo formábamos.
Desapareció subitamente.
No dijo: "adiós“.
Yo me quedé con su olor durante 39 horas.