La anatomía irreversible


[inline:fb_img_1501947989339.jpg]

Lo había hecho en un par de ocasiones anteriores. Acostumbraba a subir putas a mi apartamento. Me gustaba verlas. Producía en mi una excitación indecible tan sólo hablar con ellas. Se me tensaban las piernas y los antebrazos. Podía sentir la revolución en mi pecho, el bombeo de sangre de más, un frío que me recorría la epidermis para convertirse luego en calor. Era sin duda algo singular. Las putas me gustaban tanto que tan sólo mirarlas me prendía. Sus ojos fijos, aquellas pupilas que habían visto las excrecencias de los habitantes de Cartagena, todas sus inimaginables suciedades, producía en mi un sentimiento parecido al furor y al miedo, un delicioso acicate para los sentidos, me sentía vivo, en suma.
Este delirio frecuente por las prostitutas me consumía. Las veía rondar la Plaza de Los Coches, discutían las más agresivas en la Calle de La Media Luna, algunas salían muy tarde de sus escondrijos y sólo las encontraba en el Camellón de Los Mártires o en los bares de siempre, entre mesas vacías, perfumadas, bailando quedamente bajo alguna música detestable.
Todo ello habría sido mucho más normal si yo hubiera estado soltero, pero a decir verdad, incluso cuando tuve mujer, y después de que ésta me hubiese parido a mis cuatro bellos retoños, seguía yo frecuentando los bares de putas, las perseguía inofensivamente, casi reconocía sus caras, inventaba para cada una nombres ficticios.
Me susurraban al oído que me querían chupar el culo. Me decían que nos comiéramos duro entre líneas de cocaína. Eran profesionales, les gustaba drogarse y de paso drogar a su acompañante para meter mano a lo que pudieran y ganar un extra. Todas las putas roban, eso siempre lo supe, pero aquel peligro era delicioso.
Cuando mi mujer y mis niños dormían yo caminaba las sórdidas calles de esa ciudad acostumbrada a la libido derramada. Encontraba una puta más o menos bella, aunque realmente no importaba mucho su físico, sino sus ojos vivaces, sus expresiones corporales, sus mecanismos de engaño, aquel aparentar que pretendía conocerlo todo y a todos, testigos mortales de la peor parte de nuestra humanidad, la que se rinde al placer de lo escatológico. De manera que aprovechaba que mi familia dormía para subirlas al tercer piso donde vivía. Las metía en el cuarto de la empleada doméstica que descansaba los fines de semana. Las prevenía para que no hicieran ruido y las desnudaba. Recuerdo sus cuerpos lánguidos y a veces firmes. No había miedo en ellas. Supongo que yo les parecía un tipo burgués, con acento del interior del país, por el cual no había que preocuparse mucho, tan sólo se ocupaban de complacerme.
Mis niños dormían en el cuarto con su madre. Seguramente mi mujer soñaba que yo regresaba a casa y que me metía debajo de las sábanas para dormir, acariciándola como acostumbraba casi todas las noches. Mientras ellos dormían el sueño de los justos, yo tomaba por la cintura a la prostituta de turno y la empotraba contra la ventana del cuarto de labores o fornicábamos en el piso como animales metódicos. Apenas gemían. Resistían mis embates con ánimo, jamás besaban, y aunque algunas olían a heces o a salitre, yo creía reconocer nuestras perversiones fundiéndose, perdidos todos los pueriles tabúes.
Una noche llevé a una mujer del Chocó, negra como la noche, su piel era dura, su aliento era extrañamente dulce. Follamos hasta que sentimos que los niños empezaban a despertarse. Yo apretaba sus nalgas con toda la fuerza de la que disponía, ella me tiraba el pelo, me abrazaba con tal fijación que sentía por momentos perder el aliento. La muy zorra disfrutaba venirse inflingiendo algún tipo de daño.
El día siguiente y animado por tan bello precedente le llegó el turno a una puta algo gorda. Cuando subimos al taxi rumbo a mi apartamento, le pidió al taxista que la esperase varios minutos en Puerto Duro. Yo la dejé hacer. Compró cocaína que después esnifamos contentos. Pero cuando llegamos a mi edificio, las luces del apartamento estaban encendidas. Mierda. La despaché de inmediato, ella pidió que le pagase. Me reí. Estas putas no saben con quién están tratando, pensé. Le dije al taxista que se marchara. Le tiré un par de billetes por la ventana de su auto para que desaparecieran.
Rara vez esas chicas, en su mayoría violadas desde temprana edad, me tenían miedo. Pero, claro, algún caso hubo. Yo inventaba todo tipo de historias. Les decía que era contador, que me llamaba Federico Román, que tenía una multinacional. Mentía como mentían ellas. Y sin embargo ellas mentían mejor. Decían que tenían hijas. Me contaban, orgullosas, sobre sus platos preferidos, sus planes favoritos de los domingos y toda esa suerte de frivolidades. Yo las escuchaba con fingida atención. Las había de tetas grandes, éstas eran quizá las más seguras de sí mismas.
Además de hacerlas que se masturbasen para mí, les pedía que se quitaran muy lentamente su ropa interior. Les exigía que gritaran groserías. Todo era un juego, tan sutil como inapropiado, lleno de matices diferentes porque cada una me ofrecía palabras aleatorias, me daban la negra noche de sus almas y cuando las penetraba casi podía sentir que agradecían mis atenciones, mis desvelos. Me chupaban los huevos con entusiasmo y sin embargo ninguna lo hacía con la convicción plena. Supongo que aquellos placeres los reservaban para sus amantes fijos.
No puedo olvidar, y vaya que lo he intentado, una tarde en la que estaba ebrio de whisky. Era sábado. Bajé de mi edificio, tomé un taxi y en diez minutos estuve entre mis amigas de moral distraída. Para entonar con el ambiente esnifé dos líneas de cocaína que produce en mí una arrechera similar a la del whisky, la combinación es terriblemente sucia, sube al cerebro y muerde lo que sea que hay allí dentro. Recordé que mi mujer me había dicho que no saliese ese día. No me importaron sus advertencias. Quería hacer un trío. Fui a hablar con una prostituta de mal aspecto que me vio como si alguien le hubiese lanzado un salvavidas. Le dije mi propósito. Me miró con malicia, casi con asco, pero en ese momento me fijé más en un tatuaje de mal gusto que tenía cerca del ombligo. Yo iba tan ciego que apenas ahora lo recuerdo. Bromeé con ella. Llegó una de sus amigas a decirme que la idea del trío le parecía riquísima, tenía un vestido rojo, ceñido, y las manos grasosas.
La primera con la que había conversado tenía un destello maligno en su sonrisa, pude percibir que tenía rabia, una rabia antigua y profunda, eso me excitó como un demonio, generalmente son estas las más adictivas, las que más arrestos despliegan en la faena. Para tentar a mi destino subí con ellas al cuarto de una casa cercana a la Media Luna. Un par de chicos, que andarían por unos catorce años, me miraron con lástima. Toda esa vieja casona olía a mierda. Entramos a un cuarto. Les ordené que se desvistieran. La chica del tatuaje me dijo que debía hacerlo yo primero. Para nada, les dije. De pronto, sin mediar palabras, su amiga del vestido rojo empezó a abofetearme con una violencia de la cual no la creí capaz, se había transformado en una cruel súcubo para quitarme el dinero que llevaba encima, no más de unos 600 mil pesos. La otra se puso los tacones en las manos y me golpeaba como a un animal díscolo. Esquive varios taconazos. Sin embargo eran dos contra uno. Las insulté con los pulmones llenos de rabia hasta que al fin la morena del vestido tomó los billetes de mi cartera y salió corriendo. Listo, dijo sombríamente, cállese hijueputa. No vino a socorrerme nadie.
Como gesto definitivo de su infalible victoria, la puta del tatuaje adelantó otros cuatro golpes, en uno de esos me rozó la ceja izquierda, sentí un escozor que todavía hoy me duele, y con el último golpe perforó, con la punta del tacón, mi ojo derecho, el zapato presionó violentamente el glóbulo ocular, sacándolo de su cuenco. El dolor no lo puedo narrar. La sangre, la vi apenas, pintó un cuadro impresionista en la pared. No me da vergüenza decirlo: lloré, maldije. La tomé por los pelos, decidido ya a cobrar su crimen, le mordí los labios, arrancándoselos a mordiscos, desconocía esa región de mi carácter, probando, sin quererlo del todo, su sangre, abrí su boca con mis dos manos como si fuera una gran pinza, la puta me mordió, pero ya no me importaba más que el dolor de mi vista parcial. Separé lo más que pude sus fauces con una violencia de la que descreo, su anatomía hizo un extraño sonido, un gemido como de gato desgraciado, se propagó en aquel cuarto de mala muerte, casi un maullido que su respiración agotó. Me quedé sentado al lado del cuerpo, esperando que llegase alguien. Tres policías, dos del cuadrante y el cuidandero-cliente de las putas, llegaron a apresarme. Vi sus miradas de horror. La mujer en el piso con la boca irreversiblemente abierta. Mi historia fue noticia en los tabloides de Cartagena. Años más tarde me enteré de que la otra prostituta fue ahorcada por un gringo que la descubrió robándole. Cuando leí esa noticia mi corazón se sintió leve de un plumazo.


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR