Tenía puestas unas gafas de sol más oscuras que su conciencia.
No quería que nadie viese que había llorado de felicidad
llevando a su hijo al jardín.
Salió a fumar un cigarrillo
con los lentes aún puestos.
Revisaba sus mensajes,
eliminaba la mayoría.
Es una mujer delgada,
segura,
muy lejos de la chica incierta que sonreía como tonta para agradar hasta a la gente del correo.
No sé absolutamente nada de ella.
Tan sólo reconozco su nombre de tres palabras: Anna Maria Möller.
Nada admite, aunque nos hemos saludado.
Le he dicho deliberadamente "hola", que es un anverso de su "hallo" acostumbrado.
Tiene un niño pequeño.
He visto la pistola de juguete verde entre la cobija que lo protege contra el viento de esta ciudad casi sajona,
reposando en el coche que arrastra cada mañana la bicicleta de Anna María.
Enseña a sus estudiantes (en su mayoría árabes trasnochados
y hoy por hoy mal comidos por cuenta del insulso ramadán)
a vivir en Alemania, sus tradiciones, y hasta la manera de sostener una charla.
Ofrece un curso de "integración", miserable palabra.
Calza tacones,
tiene los rasgos finos y perfilados con un bronce inusual.
Los teutones sin duda deben notarlo, lo contrario es la ceguera.
Su niño le pide todo con las dos sílabas maravillosas,
y puede que sea soltera, separada o viuda.
Anna Maria no está casada.
Su delicado rostro me lo ha dicho cuando he sostenido su puerta para que atravesara el umbral parcamente iluminado de nuestra universidad.
Ha matizado su tono, casi inamovible, para dejar escapar un suave "Danke schön".
Es una chica. No, es una mujer.