Pasional y políglota


De todas las cosas que me dijo Sofía, la más graciosa es que le vio el pene a Javier.

¿Cómo así?, le pregunté. La chica de la bicicleta rio. Dime la verdad, le pedí. La tomé del antebrazo para detener nuestra marcha, así en mitad de la calle. ¿Te follaste a Javier? No, dijo. Parecía convencida, pero giró muy pronto su cabeza y seguimos caminando. Entonces explícame cómo le viste la verga, le dije. Simplemente se la vi, está bien. Bueno, pero cuéntame las circunstancias. Ella dio un rodeo verbal, además estaba hablando en español y no es su lengua materna. ¡Dime!, exigí. Javier y yo siempre estamos hablando de sexo, dijo. Está bien si no me quieres comentar cómo sucedió, puedo aceptarlo, dije ocultando mi frustración. Entonces vamos a decir continué que estabas hablando con Javier y así, abruptamente, de buenas a primeras, por lo que sea, él se sacó el pene y tú te sorprendiste. Sofía rio. Nunca ha sido difícil para mí hacerla reír. Por eso somos amigos. Sí, dijo ella, digamos que sí, que de un momento a otro hubo un rapto de tiempo y el caso es que le vi su pene. Claro, claro, ibas caminando, le dije, y de pronto “¡Uy! ¡Qué mierda haces, Javier!”. Las risotadas iban y venían. Estábamos a tres cuadras de su casa. Puedo intuir que no follaste con Javier, pero estuviste a punto, sentencié. Sofía no dijo que no, no dijo nada. Noté que el tema podía llegar a molestarle en serio. No, además, es Javier, o sea, nada qué ver, no me gusta, dijo.

Veníamos del supermercado. Sofía había hecho una compra pequeña. Quería comer pescado, pero dijo que estaba muy caro. Yo sólo compré vino y dos currybratwurst. Hacía tres meses no veía a Sofía y estaba igual de hermosa que antes, delgada pero atlética, alta, guapa y morena. Creo que sí folló con Javier, pero no quiso confirmarlo, quizá por pudor, o porque cree que eso le resta puntos ante mis ojos. Quizá todavía le gusto, bueno, eso sí pude comprobarlo porque nos besamos cuando estuvimos en su casa, a solas, y tras hablar con una de sus vecinas. Después de que dobló la ropa que tenía colgada en el tendedero, bebimos como lo hacíamos siempre y nos besamos sin premura. Ocurre casi siempre. Debimos haber follado, pero yo no estaba de ánimo, y creo que ella tampoco, aunque un polvo entre los dos no se niega, no si uno de los dos tiene ganas reales. Y no es que no hayamos tirado por la tonta historia de Javier. Sofía me atrae, pero ya casi nunca siento el subidón de líbido que algún día fue irreprimible. Así las cosas, hablamos de su tesis, de mi familia, de sus pequeñas tragedias personales, del francés que se estaba tirando, del pelirrojo que ya no se folla porque resultó un enano mental.

Yo no volví a tocar el tema de Javier, pero eso sí le dije que, a estas alturas de mi vida, no se preocupara por darme celos o algo así. Ella rio nuevamente. No seas idiota, me dijo. No me digas lo que tengo que hacer, chiquilla, le espeté. Escuchamos música, le mostré un video de humor. Esto tengo que compartirlo, dijo. Vi como reenviaba el video a dos hombres. Sofía es una buena mujer, o diría una buena chica con un cuerpazo de mujer. Sabe y le gusta coquetear. Es intrépida, pasional, políglota. Tiene un temor abisal a la soledad. Me dijo que estaba soltera. Que no tenía pareja, y que, claro, no es una situación deseable. Tú eres bella, no necesitas más que tu propio ocio para gozarte a ti misma, le dije. Claro, follar no es un problema. Tiene varios amantes —incluyéndome— a punto de tiro, si lo desea. Pero quiere enamorarse, quiere un tipo que esté a sus pies, que viva y muera por ella, que no la deje respirar, que la acose en el teléfono, que le pregunte si comió, si durmió, si está cansada.

No puedo decir que no hay química entre nosotros. Sólo que quizá yo soy un hombre nada disponible, no por el momento y por varios momentos futuros. De eso también hablamos cuando Sofía se sentó en mi pierna derecha, como lo haría una niña. Nos abrazamos, le besé su espalda. Todos necesitamos algún tipo de ternura y yo soy bastante paternalista. Total, me advirtió, tenía una cita después de mediodía. ¿Qué clase de cita?, pregunté. Su rostro se ensombreció, una microexpresión de tristeza anidó por un segundo en su boca. Es psicoterapia, dijo. Después empezó a darme explicaciones que no pedí. A todo asentí. Normal, dije. Aunque evité decirle lo que pienso sobre los psicoterapeutas. No la quería disuadir. No la quería contaminar con mis reflexiones trasnochadas. Por eso no le dije que psicoterapeutas y psicólogos fungen de padres y madres de alquiler durante los minutos que les pagan: es como tener un padre prostituto por una hora. Pero callé. Nos despedimos en el umbral de su puerta. Nos deseamos suerte. Nos quisimos. Nos queremos. Yo salí a la calle todavía con la tontería del vino en la cabeza.


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