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No quedaba mucha luz en el cielo. La lluvia de verano tampoco hacía más fácil el tránsito. Brunet notó el incesante movimiento de los pájaros, se escondían algunos, otros parecían celebrar el tímido aguacero con alegre ambivalencia. Al cabo de dos horas de trayecto, a través de las desvaídas carreteras del nordeste colombiano, apagó el vehículo. Era un pueblo de unas setecientas casitas habitadas en su mayoría por ancianos que quizá nunca fueron jóvenes. Cuando empezó a caminar por la plaza pudo comprobar que lo único idéntico a su recuerdo era la niebla montaraz que se quebraba como la tarde y subía hacia los árboles de caucho. Apenas recordaba la Iglesia y la vieja casa de cinco generaciones que también había sido un colegio. El chico no estaba. Claus Brunet evocó el pueblito silente que tenía siempre aires de recién fundado. No le quedaban más que esas luces extraviadas y muchas veces equívocas. Aunque el ejercicio de traer al presente las escenas de una vida doméstica y feliz no le parecía tan grave. Tampoco pensaba que ello lo convertía en un nostálgico.
Ocho años habían fatigado las ganas de Brunet. No sólo su pelo, aquí y allá escaso, daba muestras del daño que hace el paso del tiempo, el cruel amigo. También se encontraba lento. Su rodilla derecha afirmaba en punzadas de dolor el desgaste, ningún otro prodigio le quedaba bajo la manga. Le otorgaba a la memoria, eso sí, el lugar que merecía. Por eso había hecho aquel viaje transoceánico de once horas, escala en Lisboa, y cuatro horas más en trayectos nacionales e interrumpidos por las razones que todos conocemos. Ulises volviendo a Ítaca. Un Ulises muy suramericano en todo caso, algo incierto y más clarividente que audaz.
Sin más afán que el de un extranjero a fuerza, caminó las viejas calles otrora polvorientas. Olía a barro fresco. Abrió su cantimplora plateada, un trago --mejor dos-- de vodka con limón. Saludó a quienes correspondieron observándole. Una mujer que cargaba unas bolsas celestes lo miró con suma desconfianza. Claus Brunet cerró los ojos como quien pausa la vida entera.
Está acostado, boca arriba, con el pequeño de meses encima de su pecho, induciéndole el sueño. Alma Präger dobla una camisa de cuadros rojos que él usa cuando la ocasión lo apura. Aquel suave tacto contra el algodón es casi prosaico, como un conjuro que no se termina de entender. Los finos dedos de Alma recorren cada prenda, abren luego el gran armario blanco que él ha traído no sin alguna dificultad desde Bremen.
Todo ello le causaba una enorme curiosidad provecta. Habían sido los instantes cotidianos, los más intrascendentes (si es que existe algo de verdad trascendente), las formas y los ruidos sencillos, no los que él juzgaba más significantes, los que le salpicaban de culpa los días.
El chico llora porque no lo dejan acercarse al lavaplatos. Su madre lo empuja ya algo harta de la intromisión, lo grita con fuerza. „Nein, bitte, lass das!”. Él la sigue, desconoce el rechazo. Karl-Heinz, el abuelo de Alma, está en el jardín, tratando de ser útil como puede a esa familia recién formada, mezclando el abono con la tierra húmeda que ha visto al menos durante los últimos sesenta años y que se resiste a dejar de mirar, dueño de una longevidad que ya quisiéramos. Claus Brunet escucha las quejas del pequeño, mira al abuelo, oye la reconversión tierna del tono de Alma cuando ella a su vez percibe los balbuceos impacientes. Piensa que la vida está llena de esas dicotomías del aburrimiento y la excitación, del enojo y la contemplación. Claus se levanta y toma al pequeño, juega con él, son las 11:10 de la mañana de un día que recordará toda su vida. Precisamente mañana, miércoles, madre e hijo viajarán. El primer vuelo transatlántico del pequeño a Colombia. Brunet debe quedarse para acompañar al anciano, quien se desplaza farragosamente con un caminador de cuatro ruedas, algo sucio por el uso. El viejo que ya siente el rigor del sol prefiere entrar a la casa, atraviesa el mosquitero.
Brunet había esquivado la obligación interna de viajar a su país, lo había evitado durante siete veranos, cuando empezó a sentir la necesidad de conocer un poco mejor los parajes que su hijo había visto como su sitio de recreo. Se acercó al edificio de cinco níveles que habían construido los dueños de la ferretería El Dorado, arrendadores también del apartamento que alquiló su mujer hace más de un lustro. Hubiera querido entrar, pero no se atrevió a preguntar a los vecinos, no quería llamar la atención, aunque también en ello fracasó. Prefirió caminar hasta al antiguo jardín de educación infantil del pequeño. Descubrió que ya no quedaban sino las ruinas, reconvertido lugar en un baldío lleno de basura, escombros y ramas secas. El mundo se está quedando sin infantes, pensó.
El viejo Karl-Heinz ha sentado al pequeño en su caminador. „Was willst du? Wasser, keks, oder?”. Primero lo observa para saber si quiere dormir o jugar, casi siempre es lo segundo. Se quita las gafas de aumento y toma una serpiente de juguete, después un libro infantil, luego un bizcocho. Bisnieto y bisabuelo se entretienen el uno al otro.
No podría decirse que Claus Brunet estaba cansado. Era un viejo, claro, pero esa circunstancia no es sinónimo de cansancio. Tampoco podría asegurarse que la soledad lo incomodara. Sin duda, si le dieran a elegir, escogería aquella época con Alma y su hijo. Pero todo es agua debajo del río. La vida pueblerina que apreciaba, al menos en ese instante, era manejable si no apacible. Le resultaba más agradable de lo que pensó antes de emprender su viaje. No esperaba encontrar a nadie y no ha hallado rastro alguno que constituya una explicación a su desgracia de la última década, tampoco una evidencia, ni siquiera algo que indique allí la vida pasada de su familia dividida. Como prueba de ese remoto suceso sólo tiene las fotos que Alma le enviaba.
Alma acaba de encender la aspiradora. Quiere dejar la casa limpia. Se irrita fácilmente. Ella misma no sabe si su acritud la debe al viaje inminente o si tiene que ver con que cada vez hay menos sexo con Claus, cuya escritura de novelas lo consume hasta las claras del día. Ella le ha pedido, con lo implacable que son sus ojos verdes cuando se enfada, que le dé tan solo dos horas de tiempo libre. Lo que quiere decir que él cuide al pequeño, que ayude en la casa y se ocupe de las diligencias del anciano. Desde que nació su hijo, Alma Präger siente que no ha dormido un sólo día más de cinco horas seguidas. No siente apoyo alguno de Claus. Para ella su marido es un cretino que de haber conocido mejor… Mejor… El niño la absorbe o eso piensa. Brunet divaga con sus anotaciones para escapar de Nordrhein-Westfalen, se zambulle en un mundo irreal, él le recuerda que cada uno tiene la obligación de buscar sus propios paraísos artificiales. Están ansiosos. El viaje se proyecta de dos meses. Hay ruido. Los cajones cierran con más esfuerzo o con exceso de fuerza. Alma y Claus se han hablado muy poco durante todo el día.
Había recorrido palmo a palmo la población montuna en la que vivieron su hijo y su mujer. Claus habló lo suficiente con los campesinos de la zona para reconocer que la mayoría cultivaban las haciendas de los ricos de la región, cuando no trabajaban en las minas de carbón que rodeaban ésa y otras veredas, dependiendo de la temporada del año. Haciendo un tremendo esfuerzo imaginó lo que debió sentir Alma el día que llegó a vivir allí. ¿Habría creído en verdad que sólo iba a quedarse dos meses para la investigación de su proyecto de grado?
En la noche una nueva discusión hace que duerman separados, con el niño atravesado en mitad de la cama como si fuese una barrera dulce que sueña y que no se entera de nada o de muy poco. Brunet reclama a Alma su falta de tacto, lo mucho que ha cambiado desde que el pequeño entró en sus vidas. Ella reacciona entre grandes inhalaciones de aire, trata de calmarse, pero le reprocha a Claus su intención de discutir en la víspera del viaje. Por fin se quedan dormidos entre el sinsabor, sospechando que la molestia general es el dichoso viaje. La ausencia futura e inaplazable. Al día siguiente, a las 6:45 de la mañana, se suben los tres al auto. Alma está preocupada, para variar, teme perder el tren.
Brunet ha buscado pistas durante toda la tarde. Ninguna ha valido la pena. Ha pedido en la panadería del pueblo, que es además el único billar de la comunidad, un café cerrero que le despeje la mente para conducir de vuelta. Sin embargo pensó que no tendría mal sabor la bebida autóctona combinada con el vodka. Y vodka va y vodka viene. Por tanto decidió alquilar un cuarto de hotel. Para su sorpresa le han dicho que hay dos hostales familiares en ese pueblito que nunca ha visto mejores tiempos, ambos muy modestos. Se ha alojado en el Hotel Andalucía. Ha dicho un nombre falso en recepción. Subió unas largas escaleras para dar por fin con una pieza del color de la tierra quemada, un catre duro y apenas una mesa y silla de fique. La oscuridad ha subido también al cielo. Claus Brunet prefirió no encender las luces. Se ha sentado en la cama y ha hundido su cara en el espeso firmamento de la noche.
El tren está en el andén 1. Bajan del vehículo. Claus saca al niño de su asiento. Alma busca las maletas, mientras su marido abre el cochecito y sienta al pequeño. Corren hasta el tren, haciéndole señas al maquinista de espeso bigote, cuyo cigarrillo se apaga de repente. Está fuera de su cabina de mandos, mirando cómo suben los últimos pasajeros. Los mira de reojo, pero no dice nada. Hay todavía dos tripulantes intentando subir a los vagones. En el vagón de las bicicletas Claus se despide primero del niño. Se agacha a su altura y le sostiene suavemente con las dos manos su cabeza para fijar su mirada en la suya. El niño llora, incómodo. Brunet le dice palabras de amor. Alma piensa que Claus no va a despedirse de ella. Le reclama. Él la mira y eso basta para que ella se calme. Se abrazan y se dan un beso dulce, pero corto. Baja del tren y se queda mirando al pequeño tras las ventanas. La compuerta donde están Alma y su hijo se cierra. Alma se ve muy clara de súbito, llora y sonríe.