Desde la distancia vi a la multitud agitada y formada en círculo y lo primero que pensé fue que había una pelea. Cuando estuve cerca quedé confundido porque no había sino un solo peleador. Cuando presté mayor atención entendí que la gente lo rodeaba para que no se escapara, para retenerlo, no a un púgil sino a un artista de la narración oral, a un mago de la palabra, del verbo simple, picante y certero: se trataba de Edelberto “El Cuchilla” Geles. Esa fue la primera vez que lo vi en el parque del Centenario en Cartagena de Indias a principio de los 90.
Años después, cuando tuve la oportunidad de hablar serena y largamente con él, me explicó que su nombre de escena y que a la larga pasó a ser su nombre verdadero, El Cuchilla, nació de su paso fugaz por el boxeo y su facilidad para abrir, con la fuerza de sus golpes, profundas heridas en los párpados y pómulos rivales. “Cortaba como una Cuchilla”, me dijo enfático agitando la mano izquierda, “y así me quedé” remató complacido.
En la madrugada de un 6 de Diciembre llegó al apartamento en donde yo vivía; llegó indispuesto por lo largo del viaje y más que eso por la larga ausencia de ron: 12 horas de abstinencia. El Cuchilla Había viajado de Cartagena a Bucaramanga porque era el invitado de honor a la fiesta anual del 7 de Diciembre que la colonia costeña de la Universidad organizaba para aliviar un poco aquella nostalgia amarga de hallarse lejos, en una tierra amable pero que prende las velas, sin ron y sin música, a las 6 de la tarde y no a las 4 de la madrugada como se hace en el caribe.
Media botella de ron viejo de Caldas fue lo que respondió cuando se le preguntó si quería desayunar. De cerca, El Cuchilla era un hombre de carnes magras y músculos estrechos, como de gallo fino; era de poco comer y de expresión comedida y seria. Allí noté que sus palabras de grueso calibre no eran parte de su léxico cotidiano sino que eran un mero elemento retórico y de apoyo dentro de su obra; a esa altura de su vida se había convertido en un hombre frágil por el abuso del goce y del humo.
Él se denominaba a sí mismo un cuentachistes; otros lo consideraban cuentero; yo pienso que encasillarlo es desconocer la versatilidad que tenía. Era un verdadero contador de historias que, dependiendo del personaje y de los giros de la trama, cambiaba la expresión, la cadencia, la gesticulación y hasta el tono de la voz; lo invariable, eso sí, era la chispa y lo picante de su narrativa.
Aquella noche del 7 de diciembre nos fuimos caminando juntos las 10 cuadras que nos separaban del lugar en donde haría su presentación; se le veía un tanto nervioso porque, según me explicó, en sus actuaciones del parque del centenario en Cartagena era él quién llegaba primero y luego convocaba a su audiencia; pero en aquella noche Bumanguesa ya una amplia multitud lo esperaba en la intersección de la calle 10 con carrera 28. Al llegar al sitio y justo antes de despedirse quiso que nos tomáramos una foto que aún conservo. Luego se dejó arrastrar, confundido, por una multitud que lo llevó hasta el centro de la escena. Allí lo vi de nuevo en medio de la gente formada en círculo como la vez aquella; el tiempo le había estampado una expresión de resignación en la cara; antes de empezar la función, un animado estudiante le llevó un trago de ron: “Es que hay gente sapa” fue lo que respondió El Cuchilla al gesto aquel. Y desde ahí se prendió la risa colectiva que acabaría en la madrugada con las primeras velas.
Esa fue la última vez que lo vi cerrando la historia con el mismo cerrojo; completando el ciclo desde una tarde lejana en Cartagena hasta una madrugada nostálgica de diciembre. Poco después El Cuchilla murió por complicaciones de una cirrosis hepática que es la enfermedad laboral de los constructores de ilusiones. Y ese es el gran legado de Edelberto El Cuchilla Geles: lograr situarnos en lo mágico y lo extraordinario con las mismas palabras que todos conocen y en los mismos lugares que vemos a diario. Muchas veces, para separar la seriedad de los labios y abrir una sonrisa, con una cuchilla basta.