Cambiar el mundo


Sueño con ser el propietario de un bar. Uno pequeño para que no me dé muchos dolores de cabeza, pero lo suficientemente próspero como para matar las culebras del día. Las mismas culebras que todos tenemos; ya sabe usted: un techo, cotizar salud, la educación de los hijos, ropa cómoda, las tres comidas. Y que además me permita uno que otro gustico: un asado con cervezas cada tres domingos, un viaje ocasional a los pueblitos cercanos, una parranda con mis amigos cada primero de enero. No necesito mucho.

Este bar, que a lo mejor le pongo por nombre La Palangana, abriría sus puertas de martes a sábado luego de la siesta y luego de escribir los párrafos del día, y cerraría su jornada cuando se vaya el último cliente. Más que un bar, es una vida sencilla la que sueño. Una bicicleta, diez bermudas y un canal que transmita béisbol y boxeo.

Sueño con que el precio del petróleo, como los malos amores, sea apenas un tormento del pasado. Que una calculadora y un cuaderno sean suficientes para llevar el negocio. Que la madrugada sirva, por fin, para lo que yo creo que se hizo: para dormir y reír y hacer el amor. Y que suenen las canciones de Caetano Veloso, Daniel Santos, Cachao, Brenda Fassie o Fabiola Socas. O las que usted pida.

No sueño con un Mercedes Benz, ni con contratar a un jardinero, ni con conocer Europa. No sueño hablar varias lenguas, ni tener joyas, ni títulos académicos, ni ocupar cargos públicos. Sueño con detenerme a ver el mar cada vez que quiera, comer cuando tenga hambre, caminar sin prisa por callecitas de balcones o sentarme a ver pasar la gente. Sueño, en definitiva, con tener el tiempo suficiente para hacer las cosas que me gustan. Ese sería mi éxito.

Creo, sin embargo, que estas pequeñas aspiraciones personales poco o nada aportan al desarrollo de la humanidad. Pero eso no es algo que me preocupe demasiado. Con tanta gente tan capacitada en las más diversas áreas, las decisiones simples de un hombre desprovisto de grandes talentos son, en verdad, cosa insignificante. Mi modesto aporte soñado sería tratar de no joder en exceso la vida de los demás. No hay mucho más para ofrecer. La vida se hace más liviana cuando uno toma plena consciencia de que no va a cambiar el mundo. Y con ese peso menos sobre los hombros, no queda otro camino más razonable que buscar vivir como a uno le dé la gana.

A propósito de eso, ayer leía las experiencias de un hombre de esos que llaman de éxito, Alberto Ciurana, directivo de Univisión. Decía Alberto que el precio del éxito implica dormir tarde y despertar temprano, tener muchos conocidos y pocos amigos, y seguir soltero a menos que se encuentre a alguien que entienda ese sueño. Si ese es el precio del éxito, lo siento mucho, pero creo que yo preferiría un feliz fracaso que implique todo lo contrario.

Pero ahora, mientras apago la alarma en esta madrugada de lunes, no tengo otra alternativa que despertarme para ir al trabajo y postergar este sueño. Y postergar los sueños no es otra cosa que aplazar la felicidad. Y aplazar la felicidad, incluso por dinero, es de las decisiones más vulgares que un hombre puede tomar.

@xnulex


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