La historia que hoy nos ocupa empezó una noche en Bogotá hará unos seis o siete años. Sobra decir que hacía frío. Por eso uno no imagina que un aire acondicionado pueda tener alguna relevancia en los sucesos; y menos el aire acondicionado del carro en el que uno espera, solo, su turno en un Automac de McDonald’s.
Si es que es verdad que en nuestra vida cotidiana tenemos, sobre un hombro, un diablillo que siempre nos está invitando al mal, y, sobre el otro hombro, un serafín que nos ayuda a no caer en la tentación, entonces no cabe duda de que no hay peor demonio para un gordo que aquel que, en la alta noche, le susurra al oído que existe un sitio de comidas, que está abierto veinticuatro horas, donde cualquier pedido está listo en cinco minutos y en el que además lo pueden atender sin tener que bajarse del carro. No hay otra manera de llamarlo, eso es maldad pura.
Y estamos de acuerdo en que nadie que salga por comida en mitad de la madrugada lleva en su cabeza la idea de un menú saludable. No. Eso no pasa. Entre otras cosas porque quienes llevan un estilo de vida sano no suelen andar de ociosos a altas horas de la noche pensando en comer. Si acaso están despiertos a esas horas, a lo mejor están haciendo ejercicios. Pero los gordos veteranos pertenecemos a otra categoría: al momento del hambre no nos atajan ni la hora ni los remordimientos del pasado ni la báscula implacable ni los riesgos coronarios. Fue de esa manera que en aquella remota y lúgubre noche bogotana terminé, sí señor, en la fila de un Automac.
Pero ir a McDonald’s y pedir algo diferente a un combo Big Mac —sin que sea lo máximo— es perder el viaje. Es casi como ir a Pisa y negarse a una foto frente a la torre inclinada; o visitar el museo del louvre e ignorar a la Mona Lisa. Así que cuando me tocó el turno hice lo que correspondía, y antes de que se cumplieran los cinco minutos yo ya estaba radiante, con una sonrisa de oreja a oreja, sin frío ni preocupaciones, con un combo Big Mac en las manos y felizmente atareado de envoltorios, servilletas, salsas y papitas fritas; en fin, entregado al inaplazable deber de matar el hambre.
Y aquí conviene detenerse un momento en las papitas fritas. Porque glotón que se respete no se come una sola papita a la vez. Eso no tiene sentido. Para que ese lento veneno que nos comemos valga la pena hay que hacerlo de la manera correcta, de la forma en que mejor se disfruta, es decir, de a dos, tres y hasta cuatro papitas al mismo tiempo y de ser posible untadas de helado. Eso es así. Pero las esbeltas papitas de Mcdonald’s están diseñadas para dedos gráciles, no para una mano como la mía que parece un ventilador de aspas asimétricas. De manera que saciar el hambre se convierte también en un reto de motricidad fina. Y por más que lo intente y por más cuidado que tenga, siempre se me termina cayendo alguna papa que, antes del coronavirus, solía recoger sin remilgos de donde fuera. No dejaba escapar ni una, pues si algo atormenta a un gordo avezado es que una papita se le pierda para siempre; poco importa si tiene diez paquete a su alcance o si ya no le cabe una papa más.
Así que pasó lo que tenía que pasar: una papita se me escurrió de los dedos, rodeó mis muslos, me echó una última mirada y se burló de mis sentimientos antes de escabullirse para siempre por la rendija que se forma entre el broche del cinturón de seguridad y el asiento del conductor. Y ese sería el final de la historia si seis o siete años después no me hubiera mudado a Cartagena. Porque aquí los carros sí que necesitan el aire acondicionado, incluso de noche. Y como es sabido que los aires acondicionados tienen también sus momentos de dignidad, de cuando en cuando se les da por sacar la mano.
Entonces, como era de esperarse, al poco tiempo de vivir en Cartagena el aire acondicionado del carro dejó de funcionar. Y así no se puede andar. Pero como además de turco, tengo fama de terco, no me conformé con el diagnóstico que me dieron en los centros especializados de servicio. Consulté también a chamanes, ingenieros, brujos, médicos, sobanderos y mecánicos de barrio. Todos coincidieron: había que reemplazar el compresor; es decir, casi que comprar un carro nuevo. Pero, como sabiamente dijo Bertrand Russel que aun cuando todos los expertos coincidan pueden muy bien estar equivocados, decidí seguir buscando por mi cuenta. Investigué en internet, devoré foros y revistas, estudié videos y manuales, descifré jeroglíficos. Revisé todo lo que estaba a mi alcance y finalmente descubrí que no se trataba del compresor. Por eso puedo decir que no solamente la necesidad es la madre del ingenio, sino que a veces también lo es la tacañería.
De manera que un problema, que en principio era un golpe mortal al bolsillo, se redujo a un simple sensor de siete dólares; pero que para poder reemplazarlo había que desarmar la mitad del carro, porque el fabricante decidió que lo mejor era ubicarlo, justamente, en el lugar más inaccesible. Y aquí viene lo bueno. En el momento en que desarmaron el carro apareció, justo debajo del asiento del conductor y cerca de la rendija que se forma junto al broche del cinturón de seguridad, la indolente y esquiva papita de aquella remota y lúgubre noche en Bogotá. Después de siete años y mil kilómetros de distancia, allí estaba la papita, como recién servida, todavía adornada con los cristales de sal, esbelta e incorruptible, lista para llevársela a la boca.
No voy a negar que sentí el impulso de reclamar lo que por derecho era mío; pero más que la salubridad, fue el pudor con las demás personas lo que me detuvo. Ignoro de qué material estarán hechas esas papitas de McDonald’s que las hace eternas. Ignoro cuántas papitas lozanas llevan años o décadas aguardando bajo los asientos de millones de carros. Tengo la firme sospecha de que ese mismo diablillo que nos induce al mal en las madrugadas, tiene también la secreta misión de freírlas en las propias pailas del fuego eterno. Al fin y al cabo, como se sabe, yerba mala nunca muere.
@xnulex