La política colombiana gira hoy en torno a cuatro ejes de opinión. Por un lado están los que piensan que Gustavo Petro es el mesías que, sin modificarle una coma a su plan de gobierno, va a resolver todos los problemas del país. Por otro lado están los que ven en Petro una amenaza, y en ese sentido prefieren elegir a cualquier otro que pueda salvarlos del naufragio. También están aquellos que, entre los dos finalistas, consideran a Petro como la mejor alternativa, aunque varias de sus propuestas sean discutibles y varias de sus compañías estén en entredicho. Y finalmente están los que no saben cuál de los dos es peor.
Si la elección presidencial fuese un mero asunto aritmético, una sumatoria simple, Rodolfo Hernández sería el ganador indiscutible. Pero, como se sabe, las cosas son un poco más complejas: si bien se da por descontado que una buena cantidad de votos pasó de Fajardo y Federico Gutiérrez directo a la campaña de Rodolfo Hernández, también es cierto que los sucesivos tropiezos que Hernández ha tenido en menos de una semana en redes sociales y medios de comunicación lo sitúan en un laberinto cada vez más complicado. Lo que en principio se interpretó de la jornada electoral del domingo pasado como un triunfo seguro de Rodolfo Hernández para la segunda vuelta, ahora luce desdibujado.
A Rodolfo Hernández se le ha visto descompuesto y agresivo ante las preguntas incómodas. Se ha mostrado autoritario y hostil cuando lo contradicen. Ha dejado ver que desconoce muchas de las minucias del Estado, el ambiente, la economía y la diplomacia. Ha mencionado que uno de los primeros decretos de su presidencia sería declarar el estado de conmoción interior. En su campaña, Hernández se proclama como el perseguidor de la corrupción cuando él mismo está bajo la lupa de la justicia y a puertas de un juicio por direccionar la adjudicación de un contrato de 570 mil millones de pesos. Aunque se sabe que hay ciudadanos a los que estas cuestiones los tienen sin cuidado, y aunque también se sabe que son muchas las personas que se identifican con el carácter, el lenguaje y las maneras de Hernández, hay muchos otros que han empezado a tomar distancia de estas actitudes y que ven en su figura un riesgo inminente de descontrol y autoritarismo.
Es quizá por esas cosas que sus asesores le recomendaron no participar en más debates presidenciales. Sin embargo, a dos semanas de las elecciones el peor contradictor que tiene Rodolfo Hernández es él mismo y, por tal razón, a lo mejor le convendría no dar más declaraciones ni entrevistas que no estuvieran medidas y preparadas de antemano. Aunque esa estrategia podría llevarlo a ganar las elecciones no es posible gobernar escondido del escrutinio público, como ha querido hacer el presidente Castillo en Perú. Un demócrata no puede huirle a la discusión ni evadir el examen de sus ideas.
En los debates en los que participó antes de la primera vuelta, Hernández respondió a todos los temas del país con una única propuesta, la de acabar con los políticos corruptos y ladrones recortando todos los gastos del Estado que, a su juicio, sean innecesarios. Pero un país no puede dirigirse del mismo modo en que se dirige una obra civil. En las construcciones el concreto lo aguanta casi todo; pero las dinámicas sociales del país y sus conflictos son de una naturaleza distinta y no se reducen a un tema de partidas presupuestales; no todo se soluciona eligiendo al proveedor que dé el mejor precio o eligiendo el fraccionamiento que deje mayores utilidades. Muchos de los que votaron por Rodolfo Hernández en primera vuelta ya empezaron a notar las grietas y debilidades de sus planteamientos.
Y ese es el gran laberinto en el que se encuentra atrapado Rodolfo Hernández, a medio camino entre el minotauro y la salida. Visto así solo hay dos opciones: o bien Rodolfo Hernández se extravía para siempre por el efecto de su ardiente espíritu cavernario, o bien encuentra el hilo salvador que lo lleve a la victoria, es decir, que nos deje en las fauces del desastre.
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