Ya nadie juega como jugaba el Mago de Riga. Había que verlo. Despliegue por los flancos, ataque por el centro, táctica, sacrificio, técnica. Era increíble. Y había que ver también cuánto fumaba y cuánto bebía. Borracho y fumador y lo que quieran, pero jugando era un astro. Y no porque yo lo diga, es la historia: campeón mundial a los 23 años con una de las rachas más largas sin derrotas. Y no entremos a examinar los números, por favor, los del Mago son excepcionales y aún así insuficientes para describir su talento.
Me niego a reducir el talento verdadero a una simple colección de números, a un aburrido inventario de resultados. Eso es oficio de los analistas deportivos para no quedarse sin trabajo. Porque si por números fuera, si solo bastara con examinar los números, cualquiera podría pensar que Floyd Mayweather es un boxeador del nivel de Mohammed Alí. ¿Mayweather al nivel de Alí? No, mis amigos, no estamos ni cerca. Pues es lo mismo con el Mago de Riga: no hay números que lo abarquen.
Pero bueno, sí, ya sé que Letonia no es lo más destacado del deporte mundial, les concedo razón; pero algo tenía que elaborar para traerlos hasta aquí. Ya ven toda la vuelta que tuve que dar para reseñar al Mago de Riga, a Mihail Tahl, el gran campeón de ajedrez, a la manera que hoy se hace con los boxeadores o los jugadores de fútbol. Y he aquí mi confesión: no vine a hablar de fútbol ni de boxeo, lo siento. Pero no se desanimen; más bien pónganse en mis zapatos y piensen de qué manera se podía empezar un texto para hablar de ajedrez sin que huyeran despavoridos. Ya vamos por el tercer párrafo y sería una verdadera pena que se perdieran el final; quiero decir, ya entrados en gastos, pongámonos cómodos y veamos cómo termina esta historia.
Lo que vine a contar es que en el ajedrez de antes todo era magia, intuición, creatividad, riesgo. De ese modo jugaban Capablanca, Bobby Fisher, Spasky, los jugadores grandes. Uno se emocionaba por las capacidades y el ingenio de aquella gente, y hay que ver que las noticias de las partidas llegaban varios meses después de que se hubieran jugado. Imagínense ustedes, nos enterábamos por unas revistas soviéticas clandestinas. Las partidas venían codificadas en la notación descriptiva del ajedrez, y nosotros debíamos recrearlas, movimiento por movimiento, en nuestros propios tableros para ver en diferido aquellas genialidades. Eran las buenas épocas en que no había Youtube ni Facebook y la gente hablaba mirándose a la cara.
Pero todo ese encanto comenzó a desvanecerse en mayo del 97. Ese fue el mes y año en que Garry Kasparov, entonces campeón del mundo, aceptó jugar de nuevo contra Deep Blue, una supercomputadora diseñada por IBM para jugar ajedrez. Pienso que al gran Garry lo perjudicó el exceso de confianza, saben, porque Kasparov ya había enfrentado en el 96 a la primera versión de Deep Blue y le había ganado por paliza. Se confió, mis amigos, se confió. Quizá el aún joven Kasparov subestimó la velocidad con que la tecnología multiplica sus alcances.
Es que las computadoras no juegan ajedrez; ese es el asunto. Lo que las computadoras tienen es un mecanismo obstinado que explora por fuerza bruta todas las posibles jugadas que la memoria y el procesador les permitan. De esa forma, a partir de una posición en el tablero, van evaluando qué tan conveniente es cada jugada teniendo en cuenta lo que vale capturar o perder una pieza. En otras palabras, las computadoras ven una partida de ajedrez como una simple disputa aritmética y no como un juego de estrategia.
Por eso sospecho que aquella nueva versión de Deep Blue, la del 97, no era mucho mejor que la del año anterior; solo tenía más capacidad y más velocidad para evaluar muchas más jugadas. Imagínense, nada menos que 200 millones de posiciones por segundo. Sería algo así como comprar el 98 % de los boletos de la lotería y luego decir que si nos ganamos el premio gordo fue por nuestra intuición y sagacidad.
En todo caso, Kasparov fue tristemente derrotado por Deep Blue y un revuelo se alzó en el mundo. Pero mi lectura fue otra: ese fue el justo momento en que todo se fue al abismo. Porque al ver que una máquina había vencido al campeón mundial, los grandes jugadores de ajedrez empezaron a creer que para jugar bien había que jugar como máquinas. Entonces aparecieron software especializados para que los jugadores entrenaran. Estos programas de computador comparan cada movimiento con una gigantesca base de datos, y de esa manera le otorgan una calificación cuantitativa a cada uno. Es decir, reducen el juego a una simple colección de números. Eventualmente, los grandes maestros empezaron a jugar como máquinas, sin belleza, sin sacrificios, sin creatividad. Las aperturas se convirtieron en un protocolo automático y las partidas pasaron a ser una acartonada cacería de piezas: un juego frío y sin alma.
Pero, vaya ironía, la misma tecnología que nos llevó al abismo en el 97 fue la que nos arrojó una cuerda de esperanza veinte años después. En noviembre de 2017, los genios de Google diseñaron un algoritmo basado en redes neuronales para que aprendiera a jugar ajedrez por sí mismo, y cuando estuvo listo lo enfrentaron contra el mejor software de ajedrez de la actualidad. El pupilo de Google basado en inteligencia artificial se llama AlphaZero, y su contendor, basado en la fuerza bruta tradicional, se llama StockFish.
En teoría, aquel enfrentamiento debía ser un duelo de máquina contra máquina. Es decir, un evento aburridísimo. Pero aquí, mis amigos, fue que la luz brilló. AlphaZero mostró que no juega para capturar piezas, no. Sus interconexiones del inframundo informático tienen un objetivo más elevado: juega a ganar. Privilegia la posición y la estrategia sobre la ganancia de material. Tiene despliegue por los flancos, ataque por el centro, táctica, sacrificio, técnica. En fin, AlphaZero juega como jugaba el Mago de Riga. Digo, juega como jugaba el Mago, pero con una potencia inigualable.
Ahora, nada de lo que vengo diciendo tendría valor si no menciono el hecho crucial. AlphaZero y StockFish se enfrentaron en un match de 100 partidas, de las cuales 72 quedaron en tablas. Y aquí viene lo asombroso: de las 28 restantes AlphaZero las ganó todas. Todas. StockFish nunca antes había perdido una sola partida. Además, hubo momentos en que AlphaZero hizo ver a StockFish como un novato que a duras apenas sabe mover las piezas.
Esto me lleva a pensar que la belleza y creatividad con que Mihail Tahl jugaba al ajedrez están más vigentes que nunca, y ojalá los grandes jugadores empiecen a fijarse más en el juego de AlphaZero que en el de StockFish. Solo espero que a AlphaZero la fama no se le suba a las redes neuronales y pueda mantenerse alejado del humo y del trago, por lo menos hasta que aparezca otro que juegue como jugaba el Mago de Riga.
@xnulex