Es bien sabido que el camino de las letras está plagado de egos. Hemingway, Capote, Shaw o Cortázar, por dar una muestra, fueron ególatras irredimibles. Pero la lista es extensa y en ella caben genios y escribidores por igual. Hace pocos días en un documental transmitido por televisión nacional un autor se quejaba de que «ya los escritores no tienen la última palabra porque ahora cualquier idiota escribe cualquier estupidez en Facebook o Twitter y se cree Dios». Tal vez el autor no reparó en que son muchas las estupideces que varios escritores han plasmado en papel de imprenta desde antes que aparecieran los medios digitales. Y en todo caso, los escritores deberían enterarse, de paso, de que no son ellos quienes tienen la última palabra; tal vez la egolatría les hace olvidar que el lector puede cerrar sus magníficos libros cuando bien le venga en gana.
Pero el caso al que quiero referirme sucedió apenas en la noche de ayer, 4 de abril del 2015. Fue vergonzoso por partida doble. Por un lado, un grupo de ciudadanos —maestros algunos de ellos— con evidentes fallas en la redacción le lanzaban críticas a Héctor Abad Faciolince por un comentario que había publicado en Twitter. Y por el otro lado, Héctor Abad, sin responder a las críticas y fungiendo de profesor de gramática y ortografía, corregía al instante los textos que le enviaban. La palabra que describe de manera precisa lo que sentí no es indignación, no señor. La palabra es alipori. Vergüenza ajena.
El mensaje de Héctor Abad en Twitter fue este: «No les basta el 12% de aumento; no quieren ser examinados; quieren trabajar menos; los niños sin escuela. Y se dicen maestros».
Más allá de rehuir el debate, el alarde del escritor al corregir a sus interlocutores y que fácilmente se confunde con la burla, tiene dos graves falacias de fondo. La primera de ellas es asumir que ese pequeño grupo que le reclamaba al escritor es una muestra significativa para sacar conclusiones generales de la calidad en la escritura de los maestros. En el peor de los casos, es un grupo de profesores que desconocen algunas reglas gramaticales, y no me parece que eso automáticamente los descalifique como educadores. Tampoco es justo asumir que la premura y el ardor en los dedos al responder una publicación en redes sociales, que nos lleva muchas veces a pasar por alto algunos errores, se extienden necesariamente a ámbitos más formales. Esa es una simplificación de poco rigor.
La segunda falacia, quizá más grave que la primera, es pensar que los defectos de la forma anulan o demeritan los argumentos de fondo. Y esa es la eterna tangente por donde se deslizan hacia el desfiladero las discusiones de nuestros problemas nacionales más graves, incluyendo el de la educación. Héctor Abad, como el gran escritor que es, sabe de sobra que cualquier argumento —sea narrativo o de opinión— no puede considerarse serio si se sostiene solo con la forma. Cuando además se es un periodista de tanta audiencia, como también lo es Héctor Abad, informarse bien antes de lanzar una afirmación lapidaria es un deber ineludible.
De todas formas, la arrogancia, cualquiera que sea, está más cerca de la inseguridad y necesidad de aprobación que de la confianza. En el caso de los escritores esto no afecta en nada la calidad de su obra literaria; pero sí los vuelve antipáticos y abusivos con sus interlocutores; cosa que solo dejan de lado cuando tienen la necesidad de convocarlos al lanzamiento de su libro más reciente.
En el documental que mencionaba al principio, quizá algo que aquel autor pasó por alto es que ahora los escritores también publican en Twitter y allá también se creen Dioses. Pero, como es natural, tampoco en ese espacio tienen la última palabra.
@xnulex