No hay brisa. No hay grama. No hay vendedores. No hay gradas. Lo que hay es un sol que azota esta cancha de arena ardiente. Las siete personas que siguen el modesto espectáculo se apiñan a un costado, bajo las escasas sombras de dos arbustos raquíticos. Son las doce del mediodía de un sábado seco y la temperatura alcanza los treinta y cinco grados en el barrio El Porvenir, detrás de las últimas casas de Las Palmeras, en el suroriente de Cartagena de Indias.
Todo está quieto. Todo, excepto la chica de negro y los veintidós chiquillos enérgicos y mal uniformados que conforman las dos escuadras que se enfrentan. El calor bestial no los detiene ni los encorva. El balón vivaz rebota entre los montículos de arena, y los chiquillos lo persiguen en estampida desordenada a pesar de las instrucciones que cada entrenador les grita. Es inútil: para ellos solo existe el balón.
Corrijo: para ellos solo existe el balón y la chica de negro.
La chica de negro es Cristine Castro y este es el tercer partido que pita. Luego del almuerzo pitará dos más. Su figura menuda contrasta con la autoridad que transmite. Sin Cristine esto no sería un partido de fútbol sino apenas un desorden de zapatos gastados. Sin ella esto no sería una cancha sino el solar peligroso de toda la vida. Ella, envuelta en el luto de su uniforme impecable, reviste de dignidad este espacio olvidado. Cada sábado y domingo, Cristine llega a las siete de la mañana junto con su hermano menor, desde el barrio Fredonia, para trazar las líneas reglamentarias e instalar las redes en las porterías. Es ella quien diseña la programación de cada jornada y es quien se encarga de comunicarla a los entrenadores.
Aquí en la cancha, el fogaje que irradia la arena distorsiona las siluetas de los pequeños jugadores; ellos, sin embargo, continúan como si nada: se deslizan para robar una pelota, se dejan caer para simular una falta o se quedan tendidos en la arena para quemar tiempo. El partido, hasta ahora, ha sido más bien una serie de pelotazos de ida y vuelta sin una estrategia definida, un juego de niños al fin y al cabo; pero los pocos padres presentes se lamentan de cada jugada como si se disputara un torneo internacional. Luego de un cruce confuso, Cristine señala un tiro libre. Uno de los padres que no está de acuerdo con la decisión le lanza un reclamo airado. De inmediato, la chica de negro emprende una carrera hacia la banda donde los padres se apiñan y, situando los índices al frente y a la altura de los ojos, advierte con voz agitada “¡no más!”. Un gesto y dos monosílabos le bastan para restaurar el respeto.
El cobro de tiro libre salió desviado y el portero se dirige a buscar el balón que quedó a pocos metros de un grupo de indigentes que siempre se reúnen a fumar bazuco. El consumo de drogas y la falta de iluminación hacen de este espacio un lugar peligroso. Algunos carretilleros y otras personas sin escrúpulos aprovechan las horas más solas del día o de la noche para botar basura o arrojar animales muertos. Es una situación que requiere medidas de fondo por parte del distrito; pero los administradores, por décadas, le han expresado a la comunidad que no es posible hacer ninguna intervención en este terreno porque es propiedad privada. De manera que este solar, que tiene todo el potencial de convertirse en un parque deportivo, lleva casi cuarenta años siendo un botadero de basura y guarida de drogadictos solo porque en la oficina de Instrumentos Públicos figura un dueño que nadie ha visto jamás.
Por fortuna, para el pequeño portero que fue por la pelota no existe el bazuco, aunque sienta el humo amargo en la garganta. Para él, por lo menos en lo que dura este partido, el mundo es un lugar liviano y feliz. El juego se reanuda con un saque largo. El balón rebota contra la arena y vuelve a elevarse. Los chiquillos se arremolinan ansiosos en la mitad de la cancha. Un cabezazo surge de la nada y el balón cae a los pies de un pequeñín que lleva el 10 en la espalda. El 10 lanza un cambio de frente desde la banda derecha. Cristine persigue la jugada. Los defensores del equipo rival levantan la mano reclamando un fuera de lugar. Cristine no pita. Un pequeño delantero se perfila desde el costado izquierdo. Toma impulso. Prepara el zapatazo de derecha. Se infla la red. Golazo.
Este gol que ahora ilumina las caras de unos y afloja las lágrimas en otros es mucho más que un simple gol. Es el resultado de vaciar diez volquetadas de arena de playa en donde antes solo había un terreno duro. Es el resultado de muchas horas y manos para esparcir y aplanar la arena en la cancha. Es el resultado de instalar los pórticos y una luminaria en lo alto para poder entrenar de noche, pero que los delincuentes rompieron cuando no se la pudieron robar. Es el resultado además de la voluntad de los entrenadores, los organizadores y de los niños que brillan bajo el sol sin quejarse. Niños a los que se les abre una posibilidad dentro del laberinto de carencias. Y este gol se debe también a Cristine Castro, la chica de diecisiete años que cada fin de semana se arma con un silbato y dos tarjetas para arbitrarle los sueños a estos chiquillos enérgicos y mal uniformados. Se trata, en fin, de quitarle cada vez más dientes a la delincuencia voraz de los barrios populares.
@xnulex