La hoja en blanco


El oscuro peso de la noche contrasta con el aspecto liviano de esta hoja en blanco que se resiste a que la escriba. Parece liviana, pero pesa como un yunque. Y para cumplir el mezquino propósito de mantenerse inmaculada desata una serie de tretas. Primero intenta quebrantar tu voluntad. Siembra la idea del Día Siguiente, que es quizá la que mejores resultados le trae: te hace creer que mañana vas a encontrar la inspiración y la fuerza que hoy te faltan. Y en esa ilusión se te puede ir una década.

Pero si uno es obstinado y no cede a la tentación de postergar el texto, entonces ella continúa con su plan. Te sopla en el subconsciente el artificio del sueño. Pero de manera sutil. No te pone el plomo en los párpados para que te vayas directo a la cama. No. Eso sería muy fácil, y además se sabe que es sencillo espantar la somnolencia con disparos de café. En lugar de eso, intenta convencerte de que la causa para que no escribas es precisamente la vigilia, el exceso de realidad. Así va tomando forma una nube dentro de tu cabeza, cada vez más densa, que termina transformándose en un bloque sólido que no te deja pensar. Justo allí es que empiezas a creer que lo que te hace falta es transitar por un plano metafísico, donde todo es posible, donde las musas te esperan para dictarte en el oído las frases que ahora son esquivas. Y entonces termina uno roncando hasta el día siguiente sin escribir una sola palabra.

Si lo anterior no le funciona, ella te ataca por el lado psicológico. Pretende minar tu autoestima. Intenta convencerte de que tu texto no tiene lo necesario ni tu talento es el suficiente como para que la gente lea y aprecie tu trabajo. Y vaya que es buena en este aspecto: te pone a dudar en serio. Pero si uno es observador y analiza con detenimiento puede notar que con cada intento se hace menos grácil, su aspecto se hace cada vez menos liviano. Se vuelve más tosca y eso revela su desespero. Los sagaces sabrán identificar la treta, los menos astutos caerán redondos hasta que se recuperen y lo vuelvan a intentar; pero los más débiles no volverán a sentarse frente a un teclado o una libreta en lo que les queda de vida.

Si uno es capaz de superar este punto, todos los demás trucos que de ella vienen son inexorablemente pueriles: te seca la tinta de los lapiceros o interviene los circuitos eléctricos de tu casa; organiza una fiesta con el vecino de enfrente, con bocinas agónicas que suenan a todo volumen; después de unas horas adiciona a la fiesta un coro de borrachos que vociferan una y otra vez la misma canción en ciclo infinito, cada uno en un tono distinto.

Otras veces, como niña malvada, puede volverse cruel; pero es una crueldad infantil al fin y al cabo. En la noche de hoy, por ejemplo, ha liberado contra mí un ejército de mosquitos. Primero con la orden de que me picaran las manos, como para evitar que teclée. Pero al descubrir que la mecánica de escribir implica por fuerza el movimiento que los espanta, entonces les dio la orden para que me atacaran simultáneamente en los oídos y en los tobillos. Por un lado, para desconcentrarme con los zumbidos, y por el otro, para obligarme a apartar mis manos del teclado y dirigirlas hacia los extremos más alejados de mi anatomía. En algún punto tuve la idea de renunciar, pero me falta ya tan poco para acabar con el blanco de esta bendita hoja mañosa y esquiva, que decidí quedarme en la silla y aguantar un poco más con la única intención de mostrarle el dedo del medio justo antes de poner, victorioso, este punto final.

@xnulex


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