La uña del dedo gordo


De mi padre heredé unas uñas que parecen ─por su forma, tamaño y dureza─ unos caparazones de tortuga. Heredé también, quizá con menos gracia, la fortuna y la desdicha de nacer en Cartagena de Indias. Confieso que hasta la mañana de hoy nunca había pensado que ambas cosas pudieran tener alguna relación; pero sí la tienen, y fue doloroso descubrirlo. La explicación cabe en una sola frase; pero enunciarla así, de sopetón, podría dar la impresión de que es producto de un capricho del autor. Así que vamos por pasos.

Desde hace unos meses tengo por pasatiempo observar el comportamiento de la gente en algunos espacios específicos. Por ejemplo, es bastante común ver a personas cruzando la avenida Crisanto Luque a la carrera, esquivando vehículos, arriesgando la vida, todo por la simple decisión de no usar el puente peatonal que tienen justo encima de sus cabezas. Hay quienes alegan que es más seguro lanzarse a la avenida que exponerse a un atraco en el puente solitario. Pero es paja: algunos puentes a ciertas horas son inseguros, es verdad; pero en un sector tan concurrido a plena luz del día como lo es la entrada del barrio Blas de Lezo, no usar el puente peatonal es una cuestión de física flojera. Y por ahí es donde se empieza a vislumbrar la cosa.

Por otro lado, lo que se ve en los semáforos de esta ciudad es una delicia. En la avenida Pedro de Heredia, desde El Amparo hasta el Centro Histórico hay unos 30 semáforos. Es una cantidad bastante alta en un trayecto que a duras penas llega a los 8 kilómetros. Sin embargo, no son pocos los peatones que se rehúsan a atravesar la avenida por el lugar designado y prefieren saltar a la vía por donde el camino les resulte más corto. De esos 30 semáforos, los únicos que medio respetan los motociclistas son si acaso 5, y solo porque son cruces peligrosos de cuatro direcciones; pero ante la menor oportunidad se lo vuelan también. En los demás, según mis propias cuentas optimistas, 7 de cada 10 motos no respetan la luz roja. Además, no conforme con ello, los motociclistas usan los pasos peatonales como si fueran retornos viales, porque qué flojera tener que ir hasta el lugar debido para dar la vuelta. Y por aquí ya se empiezan a ver las razones.

Porque en ese constante abuso desconsiderado de los pasos peatonales, las motos han ido deteriorando los separadores plásticos que están justo donde empiezan las cebras de las estaciones de Transcaribe. En algunos casos los han arrancado de tajo dejando anclados al piso los tornillos recios que los sostenían, y que es quizá lo único que no han podido acabar. Y era aquí donde quería llegar: uno de esos tornillos, que a la luz del sol se mimetizan perfectamente con la calzada, fue el elemento que conectó la historia de la uña del dedo gordo de mi pie izquierdo con el muladar de la falta de cultura ciudadana que es Cartagena de Indias.

Afortunadamente fue a mí a quién le tocó recoger los pedazos de la dignidad desparramada por el piso luego de la caída y no a mi madre que con la edad ya tiene los huesos frágiles. Me pregunto hasta dónde vamos a llegar. Ya está bueno de quedarse callados. Ya está bueno de ver cómo los atarbanes se adueñan de los espacios públicos. Ya va siendo hora de que entendamos que esta ciudad es nuestra. Ahora, en esa uña que no ha dejado de palpitar desde el golpe que me puso a ver estrellas se ha esparcido un precioso color verde esperanza. La esperanza de que, allá en su casita, esté sana y salva y llena de salud la linda madrecita de aquel que haya arrancado el separador amarillo de la estación de La Castellana.

 

@xnulex


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