La vez que la vida se detuvo (un texto del 2013)


En el amague de pisar el acelerador y luego el freno inmediato y brusco, el conductor del bus dictaba en la gente el ritmo hipnótico de la resignación. No servía de nada protestar ni pedir celeridad. El bus avanzaba tan lento que podía ver a los transeúntes adelantar frente a mi ventana, lo cual me daba la amarga sensación de que estábamos retrocediendo. Era en verdad una situación de desespero inútil; pero no había más alternativa, porque toda la zona era una larga procesión de buses repletos de gente, como en un entierro sin luto y sin muerto.  Eran las seis y cuarenta de la mañana y yo iba vencido por el sueño y el calor. Y, para colmo, ya se me había hecho tarde.
 
Al llegar al mercado de Bazurto la situación empeoró: el tráfico se detuvo por completo, como casi siempre; pero en aquella ocasión era diferente porque no sólo era el tráfico, sino que la vida también estaba detenida. Nada se movía, nadie respiraba, los conductores estaban impávidos afuera de sus vehículos, los vendedores ambulantes silenciaron sus pregones, no hervía el aceite en los calderos de las fritangueras y hasta en los puestos de agáchate los compradores permanecían erguidos. Sólo el reloj implacable seguía su marcha y, con él, mi desespero creciente porque no iba a llegar a tiempo a las clases.
 
Todos miraban hacia el mismo lado, a la izquierda y arriba, convergiendo en una escalera de gato apoyada sobre un poste de luz. En el peldaño más alto de la escalera se equilibraba un negro descamisado y con la piel brillante de sudor. Con una mano se aferraba al poste de luz, y con la otra mano sostenía una vara larga que tenía enganchada en su extremo una jaula de tres compartimentos. En uno de los compartimentos había un canario cautivo, y en los otros dos había trampas con alpiste. El objetivo del negro era usar el alpiste y al canario cautivo como señuelos para atrapar a un segundo canario que trinaba sereno y libre sobre la lámpara que corona al poste.
 
Cuando el negro tuvo todo preparado y medido, inició una danza de movimientos lentos y fluidos, hacia adelante y hacia atrás, como una especie de Tai Chi Chuan tropical, con la que se iba acercando poco a poco sin alertar al desprevenido canario. Era una danza serena de hamaca en trance o lumbalú minimalista, moviendo sólo los músculos necesarios, goteando el sudor por el codo y con las venas hinchadas en el brazo que sostenía la vara. 
 
De repente, en un acertado y ágil movimiento final, el negro atrapó al segundo canario que trinaba sereno y libre sobre la lámpara. Se desató entonces un júbilo general, una salva de aplausos, una confusión de carros y gente, una algarabía de bocinas. En resumen, la vida había vuelto. Porque en el Caribe lo asombroso nunca es suficiente; las cosas, para hacerlas creíbles, hay que exagerarlas y llevarlas a la categoría del mito. De manera que, a pesar de que todos habíamos visto la proeza del negro, a los pocos minutos ya se manejaban segundas y terceras versiones: que el negro era un experto hipnotizador de aves; que sostenía la vara con la boca; que en realidad no había capturado un canario sino que fueron dos; que en lugar de trampa lo agarró con sus propias manos; que yo sé dónde vive; que es el pretendiente de mi hermana; que no es tan bueno como dicen; que no sabe tanto de pájaros como creen; que yo cazo canarios también y hasta mejor; que es mentira que fueron dos canarios, sino que fue uno solo; que el segundo canario siempre estuvo en la jaula; que yo no vi a ningún canario ni a ningún negro...
 
Al final ni yo mismo estuve seguro si todo eso que vi sucedió en realidad. Pero el reloj avanza y con él la vida, y yo aún iba tarde. Al bajarme del bus, angustiado y presuroso tuve que resolver el laberinto de callejuelas del centro de Cartagena. Cuando alcancé el final de la calle del Tejadillo, encontré cerrado el blanco y frío portón del Colegio de la Esperanza, y no hubo forma de que el celador me dejara entrar. Sin embargo, me dio la opción de hablar con el rector para presentar las excusas de mi retraso.
 
Y así lo hice. Fui a la rectoría para hablar con Don Jorge de Irisarri, al que siempre recordaré por ese perfume inconfundible que no le puede pertenecer a nadie más. Don Jorge sacó de su guayabera un pañuelo blanco con su monograma bordado, se quitó las gafas y limpió suavemente los lentes bifocales sin pronunciar palabra alguna. Se acomodó nuevamente las gafas y fue entonces que levantó la mirada, con la cabeza ligeramente inclinada y mirando por encima de los lentes. Sudé frío. Quedé petrificado. Finalmente me miró con resignación y me dijo con una voz cansada: joven, si viene con la misma historia del canario con que me han venido todos, mejor no diga nada y siga rapidito a su salón de clases.
 
@xnulex

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