Las horas lentas


Ahora que a la música la han metido en un corsé de cuatro minutos, que las horas se han convertido en mercancía escasa y que la velocidad se ha vuelto un atributo imprescindible, hace falta un presente más lento, un presente donde la vida alcance para algo.

He sabido de personas que toman cursos de lectura rápida para devorar, cuanto antes, los libros que tienen apilados en la mesita de noche. Como si la lectura fuera una carrera de acumular portadas, como si atiborrarse de letras mal leídas fuera un logro excepcional. Leer de afán es como amar con apuro: una singular y lamentable manera de desperdiciar la vida. 

He sabido de otros que viajan con la angustia de recorrer en el menor tiempo posible la mayor cantidad de lugares. Van con un itinerario estricto, con el calendario marcado, casi sin detenerse, sin entablar una conversación que no sea para pedir indicaciones; en fin, viajan sin conocer. De esos afanes lo único que queda, si es que acaso quedan, si es que no se pierden luego, son unas tristes fotos de sitios y monumentos mil veces fotografiados, pero que ahora tienen estampadas, como elemento extraordinario, una sonrisa instantánea para las redes sociales. Y quizá para algunos eso sea suficiente, pero una foto no es lo mismo que un recuerdo; la vida y la memoria son una cosa distinta. Vivir es quedarse, mezclarse, bostezar viendo el sol que se apaga con la tarde. Al final, vivir es lo único que queda; pero bueno, no son pocos los que se conforman con un sello en el pasaporte, una foto para Instagram y un tiquete de avión archivado entre las páginas de una libreta.

Pero es que ahora casi todo se ha convertido en afán: la universidad, el trabajo, las conversaciones, las cenas con los amigos. Incluso, de unos años para acá, se ha puesto de moda una triste modalidad de ese afán, una perversión llamada desayuno de trabajo o almuerzo de trabajo, donde los asistentes ni trabajan como se espera ni comen como que se debe. Porque es inadmisible que la gente pierda el tiempo en esa mala costumbre de alimentarse, cuando bien podrían aprovecharlo trabajando para ganarse el pan de cada día.

Una conferencia que dure más de veinte minutos está condenada al fracaso, la laboriosa construcción de un reportaje sucumbe ante la inmediatez de un trino, los titulares provocativos ahora tienen más valor que el análisis periodístico. Para no quedarse atrás hay que cambiar el celular cada año, el Periódico de Ayer de Tite Curet Alonso dejó de ser una metáfora válida, los sencillos sucesivos remplazaron a los álbumes musicales. Hasta las cafeterías tomaron la costumbre de renovar la clave del WiFi cada cierto tiempo porque incluso el espacio que otorga el café ahora viene con obsolescencia programada.

Y así se nos va la vida en una correndilla absurda. Porque se nos olvida que es a paso lento que la carroza fúnebre nos conduce a la tumba, mientras que detrás, los carros apurados que aún no han entendido nada, se vuelven locos y se estrujan los dedos por la impaciencia de no poder agilizar la marcha luctuosa a punta de bocinazos. Pero apareció la pandemia e introdujo un freno obligatorio que a muchos les ha costado asimilar. Entonces, por la vía del decreto volvieron las recetas de cocina, los juegos de mesa, las agujas y los dedales, las largas lecturas para conciliar el sueño, las películas juntos, la escritura, la dispendiosa tarea de darle la vuelta al tedio, en fin, las horas lentas.

Pero los que rigen el destino del mundo no están acostumbrados a la espera. Aquel simulacro de una vida distinta poco a poco se fue disolviendo en las afanosas necesidades de la economía. Hay que retomar el ritmo lo más pronto posible. Y así, de afán, toca ponerse al día, hay que seguir adelante rápido-rápido y trabajar sin descanso para tratar de ganarse la vida. Sí, para tratar de ganarnos la vida; porque la muerte ya la tenemos asegurada.

 

@xnulex

 
 


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