El 21 de mayo atravesé la ciudad para ir con mi hija a ver un concurso juvenil de porristas. O mejor debo decir de cheerleaders porque fue en un colegio de corte y nombre norteamericano, y porque en una valla gigantesca del coliseo se podía leer en letras coloridas: Cheerleading Contest.
Apenas crucé la portería me encontré con un campus magnífico que contrastaba con el tétrico estado de la calle al otro lado de la reja. Y contrastaba además con mi propia experiencia, pues yo estudié en un colegio de bloques simples, sucesivos y calcados, y tiempo después en una universidad pública con instalaciones en franca decadencia.
Pero no es eso lo que quiero destacar. Mi hija me pidió que la acompañara a ese concurso para hacerle fuerza al equipo de su propio colegio. Y fue, sin duda, un evento muy bien organizado y con una muestra excepcional de talento. Sin embargo, el colegio donde estudia mi hija quedó en el último lugar; y esto es precisamente lo que quiero resaltar.
Mientras los demás equipos se prepararon con todo para ganar, el colegio de mi hija hizo todo lo posible por preparar una rutina sencilla y animada, pues una de las niñas del equipo tiene síndrome de Down. Es decir, el colegio optó por la inclusión y no por el triunfo. Porque a la larga un triunfo en ese certamen terminaría siendo solo una anécdota para la mayoría de las niñas; pero para Juliana, en cambio, ese gesto de su equipo significa que pertenece a un grupo que la acepta como es y que entiende que sus necesidades no son menos importantes solo porque son distintas.
Esta es una política del colegio que acepta por igual a niños con discapacidades físicas o cognitivas y a niños sin discapacidades, y todos reciben las clases en las mismas aulas. Aquellos que tengan necesidades de orientación distintas cuentan con un profesor especializado o bien con un segundo profesor que los ayuda en sus procesos de formación. Los niños, desde muy pequeños, ven esta forma de enseñanza como algo natural y se comportan sin burlas ni condescendencias: entienden que hay compañeros diferentes que merecen el mismo respeto y las mismas oportunidades. Tan simple como eso.
No se trata, entonces, de aspirar a la igualdad porque es evidente que no somos iguales. Se trata, por el contrario, de entender que la diversidad es algo que no se puede desligar de la naturaleza de los seres humanos, y que esa diversidad no nos hace mejores ni peores personas. Los prejuicios, al igual que el lenguaje, se desarrollan en los niños por medio del ejemplo y la repetición. De esta manera las inseguridades de los padres se reflejan en las conductas espontáneas de sus hijos.
Al final del concurso, durante la premiación, los organizadores decidieron hacerle un reconocimiento a Juliana García por su participación y esfuerzo. Fue entonces que el público se levantó de sus asientos para aplaudir con energía por varios minutos. Eso, aunque puede ser muy conmovedor y reconfortante para el alma de los asistentes, a mi juicio fue ponerle un reflector innecesario a una niña que no necesitaba de medallas ni de menciones especiales pues ya era feliz compartiendo con sus compañeras como otra más. Pero nosotros creemos que es posible zafarse del prejuicio solo porque hacemos este tipo de salvedades públicas.
Así las cosas, ese aplauso en realidad no fue para Juliana; ese aplauso entusiasta fue para nuestros propios espíritus ególatras. Para cumplir con el afanoso propósito de acallar la conciencia. Porque parece que necesitáramos convencernos de que aceptar la diversidad por un instante —o simular que la aceptamos— es cumplir con nuestra cuota de humanidad para que no nos pese tanto aquello que verdaderamente pensamos.
Sin embargo la naturaleza sigue su curso a pesar de nuestras opiniones; solo nos queda aceptarla o seguir de tercos. En cualquiera de los casos, y gracias a la vida, no somos iguales.