Para mí era una gran angustia que mi madre caminara tan rápido. Se me perdía entre el tumulto de gente en las callecitas estrechas del centro. Su afán no daba tregua. Por eso, siendo niño, mi mayor preocupación era pensar que un día se adelantaría tanto que ya no sería capaz de alcanzarla. Yo, que siempre he sido de paso lento, no entendía por qué todas sus diligencias tenían que ser con ese apuro. Me la pasaba esquivando transeúntes, portones y chazas de dulces para tratar de seguirle el ritmo; pero por mucho que lo intentara siempre iba rezagado. Ella, sin dejar de caminar, casi levitando, de tanto en tanto volvía la cabeza y, sin mirarme, levantaba desafiante la barbilla como diciendo «apúrate que no tenemos todo el día».
En aquel entonces el centro de Cartagena no era el apacible corral para turistas que es hoy sino un lugar bastante agitado y popular por donde se movía casi todo el comercio de la ciudad. En medio del gentío, a pesar de su vocecita casi inexistente, las instrucciones de mi madre eran implacables. Apura que vamos para la gobernación y después para la alcaldía; rápido que cierran el banco; ya que estamos por aquí saquemos una copia del registro civil, es que uno nunca sabe; aprovechemos para que te tomen las fotos del colegio, espérame que ya vengo; pero no te quedes atrás que te puedes perder; cortemos camino por el Magali París, que además nos refrescamos con el aire acondicionado; pero cansado de qué si aún no hemos caminado nada...
Cuánta agonía para un niño que nada entendía de afanes. Pero mi gran consuelo, después de tanto correr persiguiéndola y después de tanta fatiga bajo el sol, era que cuando llegaba la una de la tarde todo ese ritmo frenético se detenía de tajo; y entonces ella, mi madre, me compraba un milo gigante en los puestos de jugos de la avenida Venezuela y después entrábamos a comer en el Dragón de Oro. Cómo me gustaba ese arroz chino y el acuario de peces raros y la decoración de atuendos orientales y, sobre todo, el aire acondicionado. Mi madre apenas si probaba bocado, pedía una coca cola helada y con eso tenía. Luego de comer, el resto de la tarde era un largo paseo, que era siempre el mismo paseo, y del que nunca me aburría.
Del restaurante íbamos al parque Fernández de Madrid por un raspao de kola. Luego pasábamos por la iglesia Santo Toribio cuando aún no era una próspera empresa de asuntos sacramentales; allí mi madre mascullaba alguna oración desde las puertas gigantes y cuando terminaba íbamos a la plaza de San Diego a comprar galletas griegas nada menos que al Griego —a don Luis Mármol— con su pregón de «es que no me oyen o es que no me ven». Después veíamos los restos agónicos de La Serrezuela como un monumental, horadado y circular esqueleto de desidia. Bordeábamos las murallas hasta llegar a Las Bóvedas. Subíamos a las murallas por la rampa y era justo allí que ante mis ojos se abría el mar espléndido, que era como quitarle el velo a la monotonía para descubrir, todas las veces, la infinita turquesa del Tuerto López.
Seguíamos entonces la línea de las murallas con el mar y la brisa a la derecha. A veces pasaba algún vendedor de paletas y de vez en cuando se veía alguna pareja de enamorados al lado de las garitas. Luego bajábamos para ir al parque de La Marina que, por fortuna, hace poco fue recuperado del sórdido parqueadero en que lo habían convertido; allí nos sentábamos en el borde de la fuente para refrescarnos con las chispas de agua y después rematábamos la jornada con las funciones vespertinas de los teatros Colón, Bucanero, Cartagena o Calamarí: grandes piezas arquitectónicas hoy tiradas al olvido. Ahora que hago esta pequeña remembranza caigo en la cuenta de que Cartagena cada vez se parece menos a la de mis recuerdos: lo popular muta a lo exclusivo; lo cultural es válido cuando es rentable; el caos busca imponerse como nueva identidad y el cerco de exclusión está cada vez más apretado; es decir, cada día va un poco peor. Confío en que pronto despertemos.
Pero, mientras eso, me quedo con los buenos recuerdos que son incorruptibles. De aquellas lejanas jornadas con mi madre entendí, con el tiempo, que aquel afán en sus diligencias era en realidad la manera que ella tenía de asegurar la tarde para nosotros. Para no sucumbir a la rutina. En esos largos paseos era poco lo que hablábamos porque pocas personas son tan inexpresivas como ella y yo; pero no nos hacía falta; al contrario: cuando hay dos personas que caminan y se ríen juntas, me parece que las palabras estorban.
@xnulex