Tengo la buena suerte de vivir en un cuarto piso. Un lugar lo bastante alto como para tener una bonita vista, para tener a los insectos fuera de alcance y para que llegue diluido el ruido de carros apurados y niños corriendo; y a la vez no es tan alto como para fatigarme subiendo las escaleras cuando el ascensor no funcione.Tengo además la buena suerte de tener un balcón al que salgo los sábados y por el que me asomo por encima de los techos para ver el tren de la sabana y los cerros bogotanos.
Pero tengo también la mala suerte de vivir en un cuarto piso. Un lugar ubicado justo debajo de un apartamento en donde vive un matrimonio que parece feliz. Yo nunca los he visto, aclaro, pues sucede que en esta ciudad de ocho millones de habitantes la gente no se mira entre sí; pero deduzco que son felices por el ajetreo que se siente en algunas noches y porque de unas madrugadas para acá se oye el llanto de un infante que supongo fue producto de ese ajetreo. Esto trae consigo trasnochadas canciones de cuna que se cuelan hasta mi cama y que tienen el mismo poder conmovedor de un metrónomo y el mismo efecto arrullador de un grillo de solitaria cuerda metálica. Claro, sé por experiencia que los hijos llenan a los padres de una alegría enorme; pero esa alegría ajena es la tortura que hoy me toca. No me quiero imaginar cuando esa alegría empiece a gatear y a estrellar los juguetes contra el piso.
De la misma forma tengo la mala suerte de tener un balcón al que salgo los sábados. Pues, al ver el tren y los cerros y a esos niños pateando un balón vestidos de jean y pesados abrigos, la nostalgia se me hace ojos bajo las gafas. Nadie lo nota pero el alma me da un salto a la memoria: un salto de 2600 metros hacia abajo y 25 años hacia atrás y aterriza girando como flor de roble en un caribe ardiente cubierto de un polvillo rojo por donde caminé descalzo y descamisado, escuálido entre bermudas de palmeras brillantes, con la camiseta en una mano, las chancletas de tres puntas en la otra y en la boca la felicidad agarrada de la comisura de mis labios.
Desde ese mismo balcón veo a mi hija vestida de jean y pesado abrigo y va sonriendo y saludándome con la mano mientras pedalea los últimos momentos de su niñez equilibrando en esa bicicleta este destino andino que le tocó y las nostalgias de un mar que aún le adeudo.
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