Los oficinistas inconformes somos, por decirlo de alguna manera, gente extraña. Impulsamos el progreso, pero somos infelices. Nadie que se levante de la cama cuando aún tiene sueño puede ser feliz; menos aún si tras de eso hay que vestirse a las carreras, tomar el desayuno apurado, caminar diez cuadras hasta el paradero, a veces bajo la lluvia, subirse a un bus lleno de otros oficinistas inconformes que dormitan en los incómodos asientos o que fingen dormir para no ceder el puesto a los oficinistas mayores, soportar los insulsos programas radiales en las bocinas del bus, abrirse paso a codazos para poder bajarse, caminar otras diez cuadras hasta la oficina, apurar el paso porque vamos tarde, saludar a los compañeros también inconformes y sumergirse luego en esa niebla laboral a la que los más ingenuos consideran que dignifica al hombre.
Pero esto es solo de lunes a jueves porque los viernes, aunque la rutina es la misma, la actitud es otra: los oficinistas amamos el viernes más que a cualquier otro día de la semana. Es el día en que se aflojan los grilletes, se estiran las cadenas, prescindimos de lo formal y nos vestimos de jean; y también es el día en que nos embrutecemos de alcohol y soltamos todas las frustraciones acumuladas, no digamos de la semana, sino de media vida. Por eso no es raro que sea el viernes el día en que más muertes violentas y más accidentes de tránsito se registran en el país.
Se entiende entonces que de lunes a jueves somos unos autómatas dedicados a completar tareas y a contar las horas; somos esclavos de la esquina inferior derecha de la pantalla y somos buscadores implacables de festivos en el calendario. Y si alguien nos preguntara si acaso no es más fácil y sano renunciar y buscar un nuevo empleo, entonces tendríamos que responder que no; porque en este país la gente no trabaja en lo que quiere, sino en lo que consigue, y conseguir no es tarea sencilla; y si bien es cierto que hay que agradecer por tener un medio para el sustento, también lo es que una jornada laboral de cuarenta y ocho horas semanales dista mucho de ser una experiencia placentera. De esa forma es que se va cocinando a presión el inconformismo que luego estalla al final de la semana.
Pero no hay que confundir inconformismo con desidia. Empujar el desarrollo nunca ha sido una tarea para resignados. No veo nada que se asemeje más al estancamiento que el conformismo. Albert Einstein antes de publicar su teoría de la relatividad era un inconforme clausurado en una oficina de patentes. Franz Kafka fue otro inconforme oficinista del sector de las aseguradoras. Igual Saramago. Un caso notable es el de Mario Benedetti, también oficinista por muchos años, pues es el único poeta que conozco que ha dedicado una obra a los oficinistas en su colección Poemas de Oficina. Entre nosotros siempre hay unos que son más inconformes que otros; así que es posible que detrás de alguno de esos cubículos esté aún de incógnito el próximo genio de las artes o de la ciencia aguardando por el momento justo.
Así como el viernes el día más feliz para un oficinista inconforme, el domingo en la noche es el momento de mayor tristeza porque se sabe que se acerca una nueva jornada de monotonía. Da la casualidad de que ya es domingo de noche en este octubre lúgubre. Ya anunciaron los Nobel de este año. No queda entonces sino acostarse temprano a soñar mientras llega ese momento justo porque mañana hay que madrugar.
@xnulex