A lo lejos veo una silueta amplia que va flotando por la carrera 50. Por causa de la hora y de mis ojos gastados, al principio me costó determinar si se alejaba o si se acercaba. Por eso me paré aquí, en lo alto del puente, para tratar de verla mejor. Y ahora, aguzando la mirada, puedo decir con alguna certeza que se viene acercando.
Avanza liviana por ese estrecho corredor para bicicletas que divide la avenida en dos embotellamientos de sentidos contrarios. Las hileras insufribles de carros ocupan todos los carriles, las farolas estáticas permanecen iluminadas por el rojo del freno, y nada se mueve. Nada se mueve, excepto la silueta que vuela libre de las minucias de la ciudad y del fastidio de las primeras gotas de lluvia.
Ahora que se ha acercado un poco, puedo notar que no se trata de una sola silueta sino que son dos que van juntas, una detrás de la otra. Se trata, en realidad, de un hombre en bicicleta que lleva a una mujer sentada en la barra del marco. Cada uno está cubierto con un impermeable negro y me parece que sonríen.
Cuando llegan al semáforo el hombre detiene la bicicleta. Deja el pie derecho sobre el pedal y afinca el izquierdo en el asfalto para mantener el equilibrio. Aprovecha la pausa para abrazar a la mujer, y en ese abrazo busca y saca un envoltorio del bolsillo mientras le hace señas a un joven que se gana la vida entre las apretadas hileras de carros. Una vez que termina la transacción, el hombre se despega un poco de la mujer, con una mano le toma la barbilla delicadamente, y con la otra le entrega la flor que ha comprado a escondidas. Ella suelta al aire una sonrisa enorme.
El semáforo permanecerá en rojo por setenta segundos más. Mientras tanto, de este lado de la avenida, puedo ver con claridad las matrículas de los carros. Todas terminan en número par. Bueno, casi todas, porque en medio de este caos, frente al volante de un imponente sedán negro, va una minúscula transgresora de la norma municipal de pico y placa. No lleva pasajeros, nada indica que tenga afán y no parece contar más de veinte años. Se quita el guante de la mano derecha para revisar el celular. De un golpe de vista lee los mensajes y deja el teléfono a un lado. Enciende la luz interior del carro y aprovecha la lentitud de la hora para retocarse el maquillaje.
Mueve su cabeza al compás de una música que no alcanzo a escuchar pero que imagino juvenil. Se empolva la cara, y con una A cerrada y muda se pinta los labios. Se toma todo su tiempo. Cuando termina, suelta también una sonrisa enorme. Sonrisa que se borra al instante por la imprudencia de una bocina estridente que viene de atrás y que pretende anunciar que el semáforo ya cambió. Sí, en efecto cambió a verde; nada se mueve, sin embargo. La bocina insiste y entonces la joven transgresora baja a la mitad el vidrio y saca por la ventana un enérgico puño envuelto en cuero. Con la mirada en el espejo retrovisor, poco a poco extiende el dedo corazón mientras clava una sonrisa altiva de dientes apretados.
La bocina vuelve a sonar y es como si me sacara de un sueño. Miro por encima de los carros y fijo de nuevo mi atención en el hombre que lleva a su mujer en bicicleta. Desde que el semáforo cambió es lo único que se ha movido por la avenida. Ahora están a unos treinta metros y puedo detallar la sencillez del conjunto: la bicicleta, de un gris opaco y salpicado de óxido, es rudimentaria, pesada y sin cambios. Sus rostros, elementales, no asoman una sola preocupación. Y lo que creí que eran impermeables, son en realidad bolsas negras de basura ingeniosamente dispuestas para protegerse de la lluvia.
Lo que sigue en su camino es sortear la terrible pendiente de este puente. El hombre mira al frente, frunce el ceño y aprieta los manubrios. Comienza la escalada y el peso de la bicicleta y de su mujer se refleja en los músculos tensados de sus antebrazos. Puedo ver que en su esfuerzo empuja los pedales como pistones de buque y avanza sin tregua. Su mujer, para ayudarle en esa faena, se suelta el pelo a la brisa como para hacerse más liviana. Las puntas rozan delicadas la cara del hombre y entonces aparta un instante la mirada de la pendiente para ver a su mujer que tiene los ojos cerrados a la lluvia. Al hombre se le escapa una sonrisa que al final resulta más en una mueca por lo duro de la subida.
Con dos pedalazos más el hombre corona la cima del puente. Su rostro se descomprime y afloja los manubrios. Sin dejar de pedalear suelta la mano izquierda, toma delicadamente la barbilla de la mujer y le estampa un beso de triunfo en los labios. Ella se ríe con toda la alegría que le cabe en la boca. Veo a la chica dentro del sedán negro que sonríe en el retrovisor, esta vez por la misma escena que presencio, que me conmueve y que me hace reír también. Vuelvo a mirar y el hombre y su mujer ya se alejan bajando el puente. La lluvia aprieta y aún estoy lejos de mi casa. No tengo paraguas ni impermeable, pero me queda, por lo menos, esta pequeña postal de un amor citadino.
@xnulex