En el principio eran dos muchachitos jugando con una pelota de playa. Una pelota inflable y de colores brillantes de aquellas que flotan en la brisa, y con ella jugaban una extraña combinación de fútbol y voleibol sin reglas ni límites. Esos dos muchachitos, de sonrisas y narices anchas, pateaban y correteaban descamisados y descalzos bajo el despreocupado sol de la tarde; jugaban, en fin, como juegan los niños en la playa. Solo que no estaban en la playa, sino en una de las miles de callecitas ocres y solitarias del olvidado sector Olaya Herrera en Cartagena de Indias.
Ya llevaban un buen rato en ese ir y venir de la pelota cuando el muchachito de menos estatura, en un lance acrobático, anotó un gol o un punto o lo que sea que cuente como anotación en ese juego inexplicable. Y entonces, fiel al sabor popular, el muchachito se dispuso a celebrar con sorna: entrecruzó los dedos en la nuca, bajó la cabeza, se mordió el labio y movió la pelvis en un simulacro de coito. El otro, ofuscado por la burla, se abalanzó con rabia sobre la pelota y le pegó una patada violenta. Entonces la pelota salió disparada en una trayectoria caprichosa. Rebotó contra la pared de una bodega abandonada, se elevó por encima de los árboles, desafió los cables de energía, aprovechó una ráfaga de viento y se sostuvo allá arriba girando grácil por un instante: un espectáculo de colores. Pero al instante siguiente se tornó pesada y tosca y se vino a pique, opaca y desinflada. El mismo impulso violento que la hizo subir y girar y brillar, también la había dañado sin remedio. No hubo recriminaciones. Manos en la cabeza. Caras largas. Se hizo el silencio.
El mar eterno está allí no más, a treinta minutos de estas callecitas ocres. Un mar eterno que en la teoría es gratuito y cercano; pero que en la práctica no es así de sencillo; no para estos muchachitos. Detrás de esta pelota de playa, que ahora yace marchita, hay una historia de números apretados. Cada familia del sector Olaya Herrera, en promedio, se compone de seis personas, y de estas familias casi todas se sostienen con la mitad de un salario mínimo. Bajo estas condiciones, organizar un paseo a la playa y comprar una pelota para los niños representa un esfuerzo importante, una licencia audaz en la agónica economía de la casa. Quizá sea esta la razón por la cual una pelota de playa, que suele olvidarse o desecharse una vez se acaba el paseo, sigue rebotando tiempo después en los juegos que se inventan estos muchachitos. Sigue rebotando en callecitas ocres hasta que la suerte, la agreste geografía urbana, un camión indolente o una celebración indebida lo permita.
Pero en Olaya Herrera no hay tiempo para tristezas. Aquí al mal paso, más que prisa, se le da sepultura sin llanto y sin drama. De otra manera no se podría vivir. Por eso los muchachitos se miran el uno al otro y le dan el adiós a la pelota de playa; es decir, la arrojan al techo de la bodega abandonada y allí la dejan por los siglos de los siglos junto a los fósiles de barriletes encallados y centenares de zapatos huérfanos. El cielo se oscurece de pronto. Un rugido atronador levanta el polvo rancio y rojo de la calle. Una brisa impertinente estremece los techos de cinc. Mirada al cielo. Sonrisa de ojos iluminados. Se desgaja un aguacero.
@xnulex