Una tarde de diciembre caminaba por el Paseo de la Castellana. A varios metros, en una placita, vi un conjunto de unos veinte pupitres dispuestos en un amplio cuadrado. En cada uno había un muchacho silencioso, cabizbajo y pensativo. En el interior del cuadrado un señor corpulento iba de puesto en puesto en una ronda perpetua. Se trataba de una partida simultánea de ajedrez.
No conozco Madrid. Por ello, el Paseo de la Castellana al que me refiero no es otro que aquel centro comercial que está enmarcado entre la Avenida Pedro de Heredia y la Avenida del Consulado, cerca a la clínica Blas de Lezo en Cartagena de Indias. La diligencia que me ocupaba esa vez era la de recoger unas fotografías 3x4 fondo azul que me habían tomado el día anterior. Yo lucía serio, con el pelo recién cortado, bien peinado y formal; en fin, fotos de carné. En aquellos locales de fotografía solían entregar una tirilla ínfima que se debía presentar al momento de retirar las fotos. Yo la había perdido; así que, aunque la cara impresa en la película era la mía, y a pesar de que en el archivador de cuentas había un recibo del servicio pagado, la joven del mostrador se negó a entregarme las fotos. Cuando el protocolo se hace muy estricto el desconcierto me ahoga. La única solución que me dio fue esperar a la gerente del local para que autorizara la entrega; es decir, esperar dos horas.
Por fortuna, cuando se es joven y desempleado lo único que se tiene de sobra es tiempo. Entonces, para distraer la espera, caminé hasta los pupitres para ver de cerca la partida. Me interesaba porque yo mismo era un asiduo perdedor del ajedrez de a cinco minutos contra los pensionados eternos del parque de Bolívar que, al igual que yo, tenían todo el tiempo del mundo; excepto en su día de pago. Por eso se los veía a diario acomodados en los escaños del parque moviendo alfiles y caballos en lances frenéticos, atropellados, automáticos, pensando apenas las jugadas.
En la formación de pupitres ya uno había quedado desocupado por un jaque mate prematuro. El silencio de la partida estaba cercado por una baranda metálica en la que yo apoyaba los codos. Desde allí podía ver al maestro en su recorrido por cada pupitre moviendo las piezas con el tedio de quien ha anticipado con bastante suficiencia las intenciones de su adversario. Yo, por mi parte, jugaba en mi mente con la idea de que podía vencerlo porque pocos días atrás ─como nunca─ había derrotado a Ariel: el más desocupado y recio de mis veteranos contendores en el parque de Bolívar. Así que en una de las rondas, cuando el maestro estuvo cerca, venciendo mi terrible timidez, le pregunté si podía participar. Sin detenerse a mirarme pero con amabilidad me dijo desde el otro lado de la baranda, con marcado acento caribe, que debía hablar con los organizadores.
iLos organizadores! Resulta que lo que creí que era una partida libre y espontánea era en realidad un evento privado al que había que inscribirse con dos meses de antelación y donde había que pagar una tarifa para poder jugar. Cada participante, sin importar el resultado de la partida, recibiría al final un diploma junto con una estatuilla de recuerdo en forma de alcatraz y una foto con el maestro cubano de ajedrez contratado para la ocasión. Sentí pena por los muchachos y por el maestro que habían sido utilizados para ese burdo exhibicionismo; para esa vanidosa necesidad de atención. Odié ─tal vez sin motivos válidos─ ese añejo anhelo colonial de pavonearse ante el resto de los mortales igual de jodidos. ¿Por cuál otra razón se usaba un espacio abierto al público para un evento privado? ¿Acaso no era más cómodo un elegante salón de hotel? Los organizadores eran los padres de algunos de los muchachos en los pupitres y tenían que demostrar a toda costa lo mucho que hacían por sus hijos.
Decepcionado empecé a alejarme del lugar. Cuando había avanzado unos pocos pasos, desde el otro lado de la baranda, el maestro cubano que había seguido mi conversación con los organizadores, me gritó: «oye chico ¿al fin vas a jugar?». «No estoy inscrito», le dije con desgano. «Entra, siéntate y arma el tablero». Los pocos espectadores aplaudieron el gesto del maestro al salirse del protocolo. Yo estaba disgustado, pero rechazar aquella partida habría sido responder con una cachetada a la mano extendida del maestro. El tablero era de cartón y las piezas de plástico. Jugaría entonces con las negras. Los organizadores me hicieron saber que no habría diploma ni estatuilla ni foto. La soberbia de algunos es la vergüenza de otros.
El maestro siguió con su rutina. Cuando llegó a mi puesto me tendió la mano, sonrió y me dijo «tú tranquilo, que el que decide quién juega soy yo». Abrió con peón de rey y yo respondí con la defensa siciliana. Aunque sé que a usted, estimado lector, le encantaría saber el detalle de aquella partida, debo decir que es poco lo que recuerdo, o lo que quiero recordar; que al fin y al cabo vienen siendo lo mismo. Un asunto de memoria, supongo. Lo cierto es que a las pocas rondas ya el maestro me tenía contra la cuerdas. Yo no encontraba salida. Ya había perdido la dama, un caballo y una torre. El desenlace era claro. Cuando el maestro llegó de nuevo a mi puesto una ráfaga repentina de viento tiró el tablero y las piezas por el suelo desbaratando la partida. Viendo las piezas regadas por el piso se me escapó una sonrisita de alivio. El maestro, impasible, esperó a que pasara la brisa, me miró a los ojos y con naturalidad pasmosa me dijo: «no te preocupes chico, yo me acuerdo dónde estaba cada pieza».
@xnulex