Un robo en la madrugada


Hace unos meses, los ladrones se metieron en la guardería del barrio. Se robaron treinta kilos de arroz, cuatro botellas de aceite y seis cartones de huevos. Eso me lo contó el vigilante la noche siguiente. Dijo además que de no haber sido por él quién sabe cuánto más se habrían llevado. Y lo dijo convencido, como si en esa guardería de niños pobres hubiera muchas más cosas para robarse; como si de verdad su boca negligente hubiese estado dispuesta a cambiar el eterno cigarrillo por un silbato que no iba a alertar a nadie; como si un silbato en la madrugada de los barrios malos fuera una amenaza temible. Pero bueno, él dijo que espantó a los ladrones, y que en la huída dejaron huevos y chorros de arroz regados por toda la calle. El bazuco, sentenció sin titubeos, qué otra cosa podría ser.

Le hallo sentido. El humo amargo y espeso del bazuco, con cada calada, va dejando una capa de hollín. Primero en el cerebro, que crispa los nervios y anula el hambre; después en los vasos sanguíneos, que proyecta espantos y ojos insomnes en las paredes; y al final en la piel. Y es justo allí, sin sol, sin frío, sin tacto, que el bazuco lleva a esos espíritus desgraciados a emprender las empresas más ruines y desquiciadas, como sacar a cuchilladas un par de monedas para seguir fumando, o entrar en una guardería de barrio para robarse la modestísima comida de los niños pobres. Por supuesto que no es para comérsela: en ese mundo de niebla, ese arroz y esos huevos son apenas un engorroso y devaluado instrumento con el que aspiran a llenar de nuevo las pipas.

Y entonces cómo le hacemos. Se ha demostrado que el didáctico ejercicio que algunos voluntarios han emprendido para instruirlos a fuerza de manduco ha resultado inútil. Ni qué decir de la tiza. Hay rumores de que otros más osados lo han intentado con flores, si acaso se me permite la maroma semántica. Y ninguno de esos métodos ha surtido efecto, porque con el humo se diluye la conciencia y se endurece el cuero y se pierde todo temor y entonces resulta imposible desprenderse de ese círculo tóxico.

No queda de otra que insistir con más bríos con esos niños mal uniformados que cada día van al encuentro de las vocales y los colores, que no alcanzan a entender, y quizá sea mejor que no entiendan, por qué un buen día, a la hora del almuerzo, en lugar del habitual arroz con huevo, les tocó engatusar al estómago con la dignidad frugal de un vaso de aguapanela.

Solo resta preguntarse entonces para qué le sirve al vigilante ese silbato que le cuelga del cuello. Con una sonrisa torcida por el cigarrillo, el vigilante me respondió que le sirve para pitar en la madrugada y que, aunque yo no lo crea, con ese sencillo mecanismo espanta a los bandidos, apacigua la mala hora, arrulla el subconsciente de los vecinos para que no pierdan la tranquilidad del sueño y, sobre todo, que ese silbatazo en las madrugadas de este barrio malo lo autoriza para que al final de cada mes pueda pasar de casa en casa para cobrar el estrecho sueldo que justifica sus noches perdidas.

@xnulex


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