Una bala perdida


El 25 de diciembre de 1988 mientras jugaba dominó con sus hermanos, a mi padre lo mató una bala perdida.

Le he dado miles de vueltas en mi cabeza a ese suceso -como en aquellas historias en donde cuentan lo mismo muchas veces desde diferentes puntos de vista, como Faulkner en Mientras Agonizo o como Gabo en La Hojarasca- y siempre me queda la imagen del laberinto de lunares en la mesa de dominó, la dinámica enrevesada de la mente que piensa la jugada siguiente, las manos ansiosas del que aprieta un doble seis amenazado de muerte: un abrupto final prematuro decretado a la fuerza por la desgracia autoritaria y mezquina.

El azar está siempre fuera de nuestro control, pero su trazabilidad es lo que nos da la posibilidad de transitar mejor un camino antes recorrido. Por ello, una vez que cae sobre la mesa la última ficha de la partida, la llave perdedora especula siempre sobre el posible desarrollo del juego cambiando alguna movida, barajando estrategias.

Uno se sienta a una mesa de dominó llevando consigo una historia reciente de errores que no quiere repetir, un conjunto de estrategias generales que buscan inclinar las probabilidades a nuestro favor, un subconjunto de estrategias particulares formadas a lo largo de otras partidas con el compañero de llave; pero nunca se prepara uno para defenderse de una bala perdida. Un concepto tan absurdo que pareciera no tener explicación. Sin embargo el azar está en la forma en que se desarrollan las acciones, no así en la voluntad de ejecutarlas. Es así como he trazado, hacia atrás, la trayectoria de la bala hasta el momento del disparo y, aún más, hasta el momento mismo en que el impulso nervioso extiende la ignorancia hasta el índice que acciona el gatillo obedeciendo una orden cerebral que, más que una orden, es el camino de sinapsis natural que tienen las mentes burdas cuyos propietarios tienen la posibilidad de comprar armas y balas y sentirse de fiesta.

De un razonamiento físico simple en cuanto al movimiento parabólico que se enseña en los primeros años de escuela, se deduce que todo objeto que se lance o dispare con cierto ángulo describirá una trayectoria parabólica. La velocidad que al final alcanza el objeto es aproximadamente igual a la inicial, es decir, que la velocidad con que se dispara una bala al aire es muy cercana a la velocidad con que impacta en la tierra. Quien se detenga a pensar en ello tal vez puede llegar a la conclusión de que toda bala al aire, "perdida", tiene el potencial de matar a cualquiera.

Pero como los gatilleros de ocasión piensan que las lecciones de física no les van a servir para nada al ejercer el oficio de macho, aquel 25 de diciembre de 1988 mientras jugaba al dominó con sus hermanos, mi padre no pudo gritar "dominé" como él hubiera querido; en cambio, debido al suceso fatal e imprevisto, casi sin aliento y mientras se desvanecía, lo que alcanzó a susurrar fue "me mataron".

@xnulex


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