Una digna aclaración


El reloj aún no daba las diez y un sol fatigado ya calaba por los surcos de las frentes radiantes. Un hombre, sudoroso y aturdido por el calor de treinta y seis grados, se subió al primer taxi que pasó. En lugar de acordar la tarifa por adelantado, como es la costumbre, empezó a dar instrucciones desesperadas: bájele a la música, súbale al aire acondicionado y lléveme al cementerio central. El conductor —gafas oscuras, camisa de flores y anillo de plata en el meñique— solo atendió a las dos últimas.

Luego de varias cuadras de recorrido, con el alivio de la temperatura, el hombre comenzó a llevar el ritmo de la música con el pie. A su derecha vio pasar la construcción de un centro comercial. El progreso de la obra lo sorprendió porque una semana atrás la había visto aún incipiente y ahora iba a más de la mitad. Entonces se animó a hablar mientras miraba por la ventana. Dijo que las técnicas de construcción, desde los tiempos de la gran muralla china hasta estos días, habían tenido un desarrollo notable.

Recordó que Kafka había dicho en un relato que para una sección de muralla de quinientos metros se necesitaba un grupo de veinte hombres. Pero, como Kafka no daba cuenta del tiempo requerido para completar esa labor, el hombre lanzó su propia hipótesis para mejorar el relato, añadiendo una pipa cargada de opio por cada cinco trabajadores. Porque, según dijo, no creía que un objetivo a mil años de distancia fuera un motivador suficiente para aquellos individuos elementales.

Apoyándose en fuentes improbables, dio argumentos parecidos al respecto de la construcción de las pirámides de Egipto. Luego, menos trascendental, recreó el testimonio de un tío suyo que había sido albañil y maestro de obra. Entonces llegó por fin al asunto que quería mostrar: dijo que su tío le había contado que anteriormente no existían estas máquinas que hoy toman el cemento, el agua, el triturado y la arena, y luego vacían la mezcla en un molde en cuestión de minutos. Por el contrario, como había que hacer todo a pulso, su tío le había dicho que para erigir una sola columna se necesitaban diez albañiles, una jarra de aguapanela, diez envoltorios de pan de tienda y una bola de marihuana nutrida.

El hombre hizo una pausa para esbozar una sonrisa.

Luego, extasiado con su propio monólogo, infló los pulmones para soltar la conclusión que coronaba su discurso: estos tiempos son duros para el gremio de los obreros, porque albañil que se respete es marihuanero. En este punto el conductor detuvo la marcha del vehículo, bajó el volumen de la música, retiró del volante la mano derecha, con la misma mano bajó a la nariz sus gafas oscuras, aguzó la mirada en el retrovisor y replicó con voz digna y ronca: disculpe caballero, pero no solo los albañiles, chofer sesentero que se respete, también.

@xnulex


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