No somos valientes ante cosas como el dolor y la soledad. Nos educaron para que las evitemos. En nuestra era, donde la búsqueda constante de placer y la evasión del dolor parecen ser los motores de la vida diaria, cabe preguntarse si hemos perdido algo esencial en nuestro afán por evitar el sufrimiento. Queremos progresar, pero con la ausencia del sacrificio (ese dolor de altísimo potencial); queremos relaciones duraderas, pero evitamos el esfuerzo que exige el querer, o el dolor que implica el conocer al otro.
Nadamos en mares de anestesia. La obsesión contemporánea por ese “remedio” –ya sea a través de la medicina, el entretenimiento constante o las redes digitales– puede llevarnos a una desconexión de la realidad.
El rechazo al dolor se manifiesta en una cultura que glorifica la productividad, la eficiencia y el éxito individual, y que, al mismo tiempo, patologiza cualquier experiencia de dolor o fracaso. Medicalizar el malestar y buscar soluciones rápidas y farmacológicas ante cualquier forma de sufrimiento es una negación del aspecto inevitable y constitutivo del dolor en la existencia humana.
Al experimentar dolor, ya sea físico o emocional, somos confrontados con nuestros límites. Esta puede abrirnos a una comprensión más profunda de nosotros mismos y de nuestra relación con el mundo. Byung-Chul Han en su ensayo "La agonía de Eros", aborda la crisis del amor en la sociedad actual y dice que la capacidad de amar y ser amado está ligada a la capacidad de experimentar dolor. Sin dolor, el amor pierde su intensidad y su profundidad, reduciéndose a una mera satisfacción de deseos.
Hemos despreciado la capacidad que tiene el dolor de transformarnos, lejos de ser un mal a evitar, puede ser una fuente de significado y profundidad existencial.
En la búsqueda de placer podemos llegar a una saturación que nos deja insatisfechos y vacíos. El dolor, por otro lado, puede funcionar como un contraste necesario que nos permite apreciar los momentos de alegría y satisfacción.
La capacidad de enfrentar y soportar el dolor es una manifestación de nuestra fortaleza y resistencia. Sin esta capacidad, nos volvemos más frágiles y menos capaces de enfrentar los desafíos inevitables de la vida.
Han reitera en otros ensayos que el dolor debe “ser comprendido y aceptado en su complejidad socio-cultural”, y lo defiende como esencial para una vida auténticamente humana y como motivación para la búsqueda de lo nuevo.
En lugar de ver el dolor como un enemigo, deberíamos aprender a reconocer su valor. Esto no significa glorificar el sufrimiento innecesario ni negar la importancia de aliviar el dolor cuando es urgente y apropiado, cuando ya la raíz de lo humano no lo aguante.
Sin embargo, aceptar el dolor como una parte inevitable de la vida y como una fuente potencial de crecimiento puede ayudarnos a vivir de manera más plena y auténtica.
Abrazar la complejidad de la existencia es reconocer que dentro de diversos aspectos de ella el dolor se hace presente de manera contundente y vigorosa, y en su justa medida. Pero tiene la función de enriquecernos y hacernos más humanos. Nos advierte que la fragilidad está ahí, siempre cerca de nosotros, más de lo que creemos.
Es en el equilibrio entre el dolor y el placer donde encontramos la verdadera riqueza de la vida.