La estabilidad social y política de Colombia pende de un hilo, sacudida por fuerzas que intentan fracturarla desde dentro.
En este torbellino, el atentado contra el precandidato Miguel Uribe no es un hecho aislado.
Ya no hablamos solo de polarización: Colombia enfrenta una embestida de fuerzas oscuras —mafias internacionales, extremistas armados y élites que desprecian la institucionalidad—. Una docena de ataques terroristas en Cali, Buenaventura y el Cauca han dejado muertos y heridos; se multiplican las amenazas contra otros candidatos, y se percibe una voluntad siniestra de sabotear la democracia, evitar reformas y sembrar miedo de cara a las elecciones.
Al mismo tiempo, personajes se mueven entre las sombras del poder, buscando provocar un golpe de Estado al convocar en secreto a militares. Conspiran como quien abre la jaula de las fieras y se aparta para contemplar el desastre.
Dejemos claro a los perpetradores que no caeremos en el cinismo de quienes insinúan un auto atentado. Somos mayoría los que sabemos que se trata de la misma mano oscura que, desde hace décadas, insiste en hundirnos como sociedad. Una mano que pretende revertir los avances de este siglo.
Horas después del atentado, sectores del poder político lanzaron un asedio contra el gobierno. No por sus errores —que los hay, y muchos—, sino por su voluntad de transformación. Lo que amenaza a ciertos intereses no es el caos, sino el cambio: redistribución, justicia, dignidad. Este gobierno ha sido sostenido por una juventud comprometida, trabajadores organizados y una ciudadanía que no se rinde ante el bombardeo mediático, político y judicial.
Y aunque el caos arrecie, el gobierno resiste con una centralidad ética que, a veces, se expresa en una palabra o un gesto capaz de sostener la esperanza.
Por otro lado, María Claudia Tarazona, esposa de Uribe, hizo lo que muchos líderes de la derecha no tuvieron el coraje de hacer, mantuvo la fe, rechazó el odio y pidió, sin revanchismo, que “sanemos a Colombia”. Esa fue, tal vez, la mayor lucidez de alguien en ese momento crucial.
Necesitamos ciudadanos así: que mantengan la cabeza, el alma y el corazón en pie cuando todo quiere arder. La verdadera resistencia no se grita: se vive con dignidad. Allí se revela la fuerza humana: no en quien arrasa, sino en quien reconstruye, incluso cargando todas sus heridas.
¡Cabeza en alto, Colombia!