Hay una palabra que comenzó a circular en redes como advertencia y burla al mismo tiempo: brainrot. Traducida libremente, significa “cerebro podrido”. El nombre suena exagerado, pero da en el clavo: describe el desgaste mental que genera el bombardeo incesante de estímulos digitales. No se trata solo de perder horas frente a TikTok o reels sin fin. Es algo más hondo: una erosión de nuestra capacidad de sostener la atención, de conectar con el otro, de construir vínculos reales.
Vivimos llenos de ansiedades. La comida, el placer, el deseo, todo nos debe llegar en cuestión de segundos. Esta ansiedad por lo inmediato está vaciando nuestras relaciones humanas. Ya no se construyen lazos, se consumen personas. Se “matchea”, se usa, se descarta. El algoritmo dicta las reglas del afecto.
Por eso, las parejas como proyecto vital están en crisis. No porque el amor haya muerto, sino porque lo hemos vaciado de todo lo que lo hace desafiante: compromiso, cuidado, paciencia. Nos vendieron la idea de que ceder es debilidad, que adaptarse es perderse, que el otro debe ajustarse a mi guion o salir del cuadro; salir de mi vida. Detrás de esa falsa emancipación solo hay soledad hiperconectada.
La llamada “cultura woke”, que en su origen nació como un llamado a la justicia social, ha sido deformada por discursos que confunden a todos. Confundimos respeto con desapego, libertad con indiferencia, identidad con “auto idolatría”. En este ruido, el amor —ese que implica renuncia, espera, transformación— ha perdido su lugar.
Reducir el consumo de redes sociales no es un gesto radical, es un acto de salud emocional. Recuperar la atención, el silencio, el encuentro real con el otro sin pantallas de por medio, puede parecer pequeño, pero es revolucionario. El brainrot no solo daña la mente: endurece el corazón.
Tal vez ha llegado el momento de resistir. De apagar la pantalla, mirar al otro y decir: “me quedo”. De tolerar lo imperfecto, de apostar por el vínculo largo, lento, humano. Si seguimos creyendo que libertad es no responder ante nadie, no solo desaparecerán las parejas: también desaparecerá el alma que las hacía posibles.