“El niño eterno”


Una de las figuras más inquietantes —y también más extendidas— de nuestro tiempo es la del niño eterno, el puer aeternus, arquetipo descrito por Carl Jung y desarrollado con lucidez por Marie-Louise von Franz.

Hoy ese niño vaga sin nombre por centros comerciales, salta entre multitudes vociferantes en estadios y conciertos. Basta con observar a las barras bravas, los festivales masivos, las idolatrías pop, las redes sociales y hasta los gobiernos para notar cómo la masa se transforma en un solo cuerpo infantil, que exige gratificación inmediata y rechaza todo límite.

No es un niño literal, aunque muchos se aferran a la estética adolescente como a un talismán contra el tiempo. Es, más bien, una forma de existencia que se resiste a crecer, que teme al compromiso, que vive saltando de impulso en impulso, buscando placeres instantáneos. Una criatura de lo posible que evita habitar lo real.

El puer aeternus teme el arraigo. Cualquier estructura —un trabajo estable, una familia, un proyecto a largo plazo— le parece una jaula. Habla de libertad, pero confunde libertad con evasión. Se enamora rápido y se desenamora aún más rápido. Cambia de carrera, de pareja, de ciudad, como quien cambia de serie en Netflix. Su vida está llena de comienzos que nunca llegan a puerto.

En la cultura popular abundan sus retratos: el Peter Pan de Hook, interpretado por Robin Williams, convertido en adulto aburrido que debe recordar al niño que fue para rescatar a sus hijos; el Don Draper de Mad Men, brillante, seductor y profundamente perdido, incapaz de sostener vínculos verdaderos; o, en su versión más contemporánea, los influencers eternamente disponibles, siempre en busca de "experiencias", saltando de lugar en lugar en una performance interminable de juventud fabricada.

En todos ellos hay una energía brillante, pero sin dirección. Una chispa que nunca se convierte en fuego. El resultado: existencias estéticamente atractivas, pero emocionalmente huecas.

El mundo parece haberse convertido en un patio de recreo global. Las barras bravas, los fanáticos de BTS, los nostálgicos de Marvel, los feligreses de Taylor Swift o Bad Bunny: todos comparten una misma necesidad infantil de pertenencia, de rito sin sacrificio, de catarsis sin transformación.

No hay distinción de edad, estrato ni ideología: se trata de un estado emocional colectivo que infantiliza la experiencia del mundo.

Como escribió Byung-Chul Han, vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde la obligación de ser felices y productivos nos empuja hacia una hiperactividad que disfraza el vacío. El puer no quiere detenerse, porque parar lo enfrentaría consigo mismo.

Esta cultura del niño eterno no es ingenua: es funcional al sistema. Quien no madura, no cuestiona. Quien no se arraiga, no molesta. Mientras el puer esté entretenido, dopado de estímulos, no exigirá nada serio: ni justicia, ni verdad, ni profundidad.

No es casual que muchos gobernantes, sobre todo en Occidente, se comporten como adolescentes caprichosos: niegan sus errores, atacan en lugar de dialogar, necesitan aplausos constantes. La política se ha convertido también en un espectáculo infantilizado, donde el debate ha sido reemplazado por memes y arengas.

Pero ¿qué significa crecer en medio de esta cultura de la distracción? ¿Cómo madurar sin traicionar al niño interior?

No se trata de matar al puer, sino de integrarlo. De aceptar su energía como chispa inicial, pero no como motor perpetuo. El adulto no niega el deseo: lo encauza. No renuncia al juego: aprende a jugar con sentido.

En tiempos donde la evasión es norma, crecer es un acto político. Sostener vínculos reales, cuidar a otros, soportar el aburrimiento sin huir, construir proyectos a largo plazo: son formas discretas pero radicales de resistencia.

El puer aeternus cree que puede volar siempre. El adulto sabe que, a veces, hay que caminar, seguir...aunque duelan los pies. Y en ese caminar se encuentra, quizás, la forma más profunda de libertad.

 


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