Por estos días las redes están plagadas de venias ante distintos candidatos. Los usuarios apuestan, conjeturan y en el mejor de los casos, cambian de opinión o bando. Allí podemos ver cómo cualquier irrelevante comentario de un aspirante se convierte en un tratado de política.
Hay algo en nuestra psiquis que propicia que los individuos y las masas no tengan la habilidad de gobernarse en el mundo psíquico, por eso se supeditan a los líderes con carisma. Cedemos nuestra soberanía individual a la idea de un líder salvador, de un caudillo, o de alguien que nos consiga un “puesto”.
Viven en nuestro entorno, los saludamos y asistimos a su invitación, pero ellos son facetas de nuestros egos inflados. ¿De qué nos quejamos si son nuestras proyecciones?
Somos cómplices de los corruptos porque somos en esencia corruptos. Revisa lo que decía el viejo Julio César Turbay Ayala en la campaña presidencial del 78: “Tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones”. Fue irónico, pero decía la verdad. Ahora la cosa es peor, pues hay carreras políticas encaminadas a la entronización y el perfeccionamiento de esa corrupción.
Fueron los contratistas quienes crearon ese 10% (hoy el 20%) de los contratos por “debajo de la mesa”, no fueron los políticos. Aunque luego vino la connivencia entre ambos.
El poder de los corruptos surge de nuestra empatía con lo superficial y fácil. Está en la esencia de nuestras ansias de superarnos, pero lo negamos. El miedo hace que pidamos a gritos ser protegidos por ese tipo de gobernantes. La causa de la corrupción no yace en el individuo que gobierna, sino en la psique de cada individuo que lo elige. Somos en alto grado responsables del desastre.
Sé que es difícil aceptar como propia la corrupción reinante. Creemos que pertenece a otros, pero es producto de la sociedad en la que crecimos. Solucionarla exige nuevos seres y nuevas generaciones; pero, por ahora está ahí, cada día creciente e inmodificable, como sombra.