Aclaro desde el inicio: no soy un adorador de la izquierda ni un defensor de la derecha. He mantenido una postura crítica frente a los errores y contradicciones del actual gobierno, que son muchos y evidentes. Tampoco me dejo seducir por los discursos fáciles de los sectores más radicales. Este texto no pretende idealizar a nadie: busca señalar dos figuras que, cada una a su manera, revelan las fisuras más hondas de nuestra sociedad.
Por un lado, está el “facho pobre”, un ser atrapado entre la nostalgia de la esperanza y la sombra del miedo. Habita la precariedad, pero ofrece una sonrisa sumisa al patrón, convencido de que la obediencia y el silencio le abrirán las puertas de un mundo que nunca fue suyo. En esa espera ilusoria defiende con fervor los privilegios de quienes jamás lo reconocerán como igual. Se indigna frente a la protesta de sus vecinos, pero calla ante la evasión de impuestos o los abusos de quienes concentran la riqueza. No ve que los verdaderos enemigos están en la cúspide y no dentro de su propio vecindario.
En el otro extremo aparece el “izquierdoso ilusorio”, aquel que confunde la consigna con la solución y la utopía con la práctica. Sueña con revoluciones inmaculadas, pero se extravía en la complejidad de la realidad. Denuncia al sistema mientras depende de él, se proclama radical pero termina siendo más ornamental que transformador. Su dogma funciona como brújula rota: señala enemigos por todas partes, menos en los errores de su propia orilla. Y al final, su radicalismo se diluye en gestos teatrales, en una retórica que no cambia nada.
Ambos personajes se parecen más de lo que imaginamos. Cada uno está atrapado en un espejismo. Los dos, en su ceguera, olvidan que la transformación no viene de las élites ni de los dogmas, sino de la construcción paciente de instituciones, de la crítica honesta y de la solidaridad concreta entre iguales.
El reto, entonces, no es elegir cuál caricatura nos resulta más cómoda, sino trascender ambas. Tampoco "ser tibio", porque la tibieza ante la injusticia no es neutralidad: es el silencio que alimenta al opresor.
Lo que hay que entender es que ni la sumisión al poder ni la retórica vacía abren caminos reales. Que la dignidad no se agradece ni se mendiga: se exige y se construye colectivamente. Y que mientras sigamos perdiéndonos en los extremos, los verdaderos beneficiados seguirán siendo los de siempre: los que desde la cúspide administran el miedo, reparten las migajas y se alimentan del odio entre los de abajo.
Termino con una de las mejores citas de nuestro mayor filósofo, Estanislao Zuleta, en su ensayo “Sobre la guerra”:
“para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto es un pueblo maduro para la paz”.