En una escuela olvidada de Sincé, Sucre, con aulas hacinadas y aguas servidas desbordadas, estudia Heider, un niño de 8 años huérfano de padre que sueña con ser doctor. Entre carencias, su madre, con otros ocho hijos, resiste.

Heider quiere ser doctor


En una escuela olvidada de Sincé, Sucre, con aulas hacinadas y aguas servidas desbordadas, estudia Heider, un niño de 8 años huérfano de padre que sueña con ser doctor. 

1.

Lo conocimos una mañana ardiente en una sede de la escuela San Juan Bautista de la Salle que se llama “Divino Niño”, de Sincé, Sucre. Es un absurdo que se llame sede a una escuelita de tres aulas. Queda en la periferia del pueblo, en un caserío de casas bajas y calles polvorientas donde la infancia parece crecer entre calor y abandono.

Allí estudian decenas de niños apiñados de distintos niveles y edades. Son sólo tres aulas. No hay laboratorios ni biblioteca; solo pupitres viejos y paredes que se calientan como hornos.

A pocos metros se extiende una poza donde se acumulan las aguas servidas de varios barrios. Junto a ella, un campito en el que los estudiantes juegan fútbol. El día de nuestra visita, la poza se desbordó porque el operario que la drena con una bomba manual no estaba en el pueblo. El hedor era insoportable. Aun así, los niños siguieron jugando, como si hubieran aprendido a convivir con lo inaceptable.

En medio de ese olor y de ese calor aparece Heider Lastre, un niño de ocho años que camina un poco aparte, como si el bullicio de los demás no le perteneciera. Su maestra nos contó que es buen estudiante, aplicado, responsable. Pero también confesó lo evidente: no tiene uniforme y siempre anda en chancletas gastadas.
 

Heider dice que su padre, mototaxista, murió en un accidente de moto. Lo afirma con una calma que parece resignación. Después, sus familiares nos revelaron la verdad: su papá falleció de COVID en pandemia.

Esa grieta en la memoria me estremeció. Quizá Heider inventó una versión más soportable de la tragedia. Tal vez, para él, resulta más digno imaginar a su padre muriendo en la calle, trabajando, que asfixiado en la soledad de un hospital. Para un niño, el recuerdo del padre necesita un aura de valentía.

No es mentira lo que dice; es un acto de imaginación para salvar la memoria. Su manera de reescribir la ausencia y darle un rostro menos frágil.

Quizá por eso habla de su futuro con una seriedad que sorprende: Heider quiere ser doctor. Tal vez en ese sueño late un deseo de reparar lo irreparable, de cuidar lo que la vida arrebata sin aviso. En su vocación hay algo de revancha contra la fragilidad.

2.

Su madre vive en una casita humilde, justo al lado de la escuela. Paredes cansadas, hamacas multiplicadas, ollas que hierven lo poco que alcanza. Allí reconstruyó su vida con otro hombre, con quien tuvo una hija más. En total son nueve hijos que dependen de una mujer que carga la existencia como un costal demasiado pesado.

Pero ella sonríe al recibirnos. El cuerpo revela la delgadez de quien ha dado más de lo que ha recibido, y aun así su risa resiste. Nos muestra con orgullo a su hija mayor: “ya tiene dos hijos”, dice, levantando esa frase como una bandera de continuidad. Luego añade, iluminando el rostro de su niño: “así que ya Heider es tío a los ocho años”.

La escena me desarma. Un niño que aún gatea en la infancia y ya carga un título adulto. “Tío”. Palabra demasiado grande para caber en la boca de un niño con chancletas gastadas.

En ese gesto se mezcla orgullo y resignación. Orgullo porque la vida continúa; resignación porque cada nueva boca agranda la cadena de necesidades. La risa de la madre me recuerda que, incluso en los lugares más duros, las mujeres convierten la carencia en celebración. Pero también deja una pregunta amarga: ¿qué clase de país somos, que obliga a una madre a sostener nueve hijos con las uñas?

Heider sonríe tímido. Quizá su sueño de ser doctor también nace de allí: de saberse rodeado por una vida que se multiplica y de querer encontrar una salida distinta al destino de los suyos.

3.

Ese día, la Fundación Ana Pineda Uribe llevó donaciones a la escuela. Con fondos propios se hizo un aporte de un ventilador de techo que aliviará un poco el aire de horno que se tiene en una de las aulas. También se hizo un taller de pintura y juntos pintamos un mural con uno de los mejores pintores del Caribe colombiano, Limberto Tarriba.

Heider no participó; prefirió observar callado desde la esquina, como si mirar fuera su manera de aprender.

Entonces lo entendí: en un lugar donde los políticos solo aparecen en temporada de votos, un niño como Heider es esperanza intacta. Su mirada habla de futuro, pero ese futuro necesita apoyo real, no promesas.

Soñar con ser doctor mientras se estudia descalzo, en una escuela sofocante y con aguas negras desbordadas, es un acto de valentía. Y Heider ya lo está haciendo.

Hoy cualquiera puede ayudar a que su sueño tenga un camino más claro. Zapatos, uniforme, cuadernos, libros, becas o un apadrinamiento escolar harían una diferencia inmensa. Conviértete en su padrino contactando a nuestra Fundación Ana Pineda Uribe.

Apoyarlo no es solo un gesto de caridad: es invertir en un niño que, contra todo pronóstico, quiere salvar vidas. Heider merece esa oportunidad. Y nos recuerda que la esperanza también necesita aliados.

Si quieres ayudar con un grano de arena a esta causa contacta a Fundación Ana Pineda Uribe.

Correo: fundanapinedauribe@gmail.com

https://fundacionanapinedauribe.com/

Contacto: +57 318 2575649


Publicamos esta entrega y su fotografía con autorización de su madre.