Esta es, crédulos del mundo entero, la historia chirriquitica de la plebedad.
No se crean mucho; quien los ve ahí, tan bien puestecitos, ingleses impostados, pendejos de enjundia, mamasantones de alta estofa. Ustedes, como todos, tienen las caras trazadas por el tizne de esta criatura revoltosa. No se crean tanto. No se crean incólumes, que lo vulgar le quita el puesto a lo importante. Este espacio no es suficiente para defenderla, pero esbozaré algo de su “talante”.
Hoy, cuando la vida íntima dejó de ser íntima, cuando desde baratos nicknames se vociferan versiones estúpidas de la verdad, cuando se destruyen reputaciones y se convierte a hombres viles en probos; esta niña suelta sus vocablos para mover los cimientos.
Comprender a esta muchacha es difícil porque cuando se explican las expresiones populares a ella se le mantiene por fuera de los recintos y, las buenas formas del decir, le tapan la jeta. Pese a que hoy hasta los dignatarios sueltan su pedrada de palabras, ella sigue siendo hija espuria de la lengua.
Ella se calla por un rato, sólo por un rato. Dice Jean-Luc Nancy que “si el vacío es otra forma de cuerpo, el silencio es otra forma de palabra”. Así que está siempre vivita y coleando, la vergaja.
La vulgaridad nos ofrece espinas diversas y hace parte de los tantos elementos de la representación y del sentido. Por eso esa chiquilla debe integrar el cuerpo de ideas con las cuales se analiza a un grupo social, ya que es portadora de un saber oculto.
Las teorías que se atreven a estudiarla (Bajtín y otros) se refieren a ella desde el cuerpo. Como toda teatralidad se vincula al cuerpo, su epicentro mismo es lo festivo y lo carnavalesco. Si desvinculas a la plebedad del cuerpo queda despojada de poder. Y es por eso que ella nos conecta con la exageración, lo grotesco y la degradación. Cuando somos insultados, o cuando nos endilgan un apodo, lo que hace quien lo dirige es tratar de degradarnos. Sustraer nuestra valía social, por eso en la plebedad todo lo superior y lo extraordinario es convertido en barro.
Ella desbarata todo orden y todos los individuos somos puestos en un mismo plano material, un plano que es contiguo a los chiqueros cercanos a la plaza: y allí, no prevalece ninguna diferencia. Ella se burla de la gente haciendo referencia a los orificios del cuerpo o a las excrecencias. Te inventa una historia haciendo alusión a partes de tu cuerpo. Te lleva al mundo de lo risible y de lo cómico. Toda la comunidad es puesta en un mismo nivel. La plebedad destruye las separaciones sociales y eso, incomoda a muchos. Ella es una riposta social, una fractura momentánea de ese contrato que somete nuestras vidas a las decisiones de unos pocos. Ese rompimiento permite cierta compensación. Ella estremece los egos.
Por medio de lo vulgar se puede conocer el funcionamiento del poder y de la marginalidad. Por eso hay que definirla mejor, ya que una cosa es la ordinariez y otra la vulgaridad.
En la naturaleza estamos desnudos, por eso, en esencia, nada es indecente. Lo indecente surge cuando se interpreta al cuerpo desde lo social. El progreso impuso lo bien dicho sobre lo mal dicho. Lo vulgar surge de la vida como relámpago cotidiano, norma vil, desparpajo. Lo demás es puesta en escena, buenas maneras, decir bonito, regla fungible. La naturaleza no discrimina entre lo decente y lo indecente. La diferenciación la hace el grupo social desde juicios de valor, y al tiempo maldice silenciosamente al otro que habita y reproduce esa expresión de plebeyez.
En la plaza pública, la plebedad ridiculiza y niega todas las manifestaciones de la fe, las buenas costumbres, los saberes entronizados, así como los mitos de la sociedad: sobre todo la impostura de los políticos. A lo largo de la historia surgieron normatividades para controlarla, sobre todo desde palacios y esferas “limpias”. Lo popular estaba por fuera de este ordenamiento culto. La norma de convivencia dejó por fuera a la Lolita díscola y la arrojó a un espacio marginal.
La plebedad mancilla el cuerpo del otro. Pero al tiempo es manoseado verbalmente y devuelto. Lo vulgar se constituye en un saber de la comuna, en una forma de conocimiento barrial. Allí se dan cita oscuros héroes, entrañables mitologías y sagas que degradan el cuerpo y al tiempo agreden a la autoridad.
Por eso esta chiquilla tiene en sus hombros una inmensa carga, más que maroma lingüística insultante, ella es un compendio de historias jamás narradas, jamás permitidas dentro de los discursos del “buen decir”. Una forma de vida acorde con la naturaleza entrópica, telúrica y vibrante en la que se despliega lo social.
Lo que ella vocifera en la plaza es la vida íntima que se hace relato, vida íntima que es caricaturizada y expuesta a la vista de todos. Se trata de aquello que avergüenza si se cuenta. Relatos de bajos vientres. Y se hace así para degradar, y acto seguido, desde ese desnudamiento, romper con todos los imperativos sociales. Su cúspide es la risa carnavalesca y el desparpajo diabólico.
Decía El Flecha, ese estridente personaje de David Sánchez Juliao:
<<A la gente de esos barrios yo no sé qué le dan, cuadro, ni qué le hacen pa que anden siempre, no joda, emputaos contra su misma clase, pues. Yo creo ––la madre––, que en las tiendas del centro de Lorica le dan a uno hígado de sapo molido y lengua de cotorra entre el arroz que le venden, vea pues... No joda, porque ese es mucho no gustar la gente de la gente, cuadro. Eche ¿y a los blanquitos? ...los ves tú todo, lo contrario, de cogí pipido...>>
En el barrio se da el entrecruzamiento de las calles, pero también aquello que es público y lo que es íntimo. En el barrio se da el acto de borrar los límites por medio del lenguaje. Ahora bien, la agresión como tal siempre se da en lo oral (chistes, dobles sentidos, expresiones sinuosas y referidas a lo sexual) así como en lo corporal (pandeos, serruchos, acoplamientos en el baile). La gente se queja de lo plebe en la escena pública, mientras que, en lo íntimo y familiar, lo acepta y celebra.
Sobre esta chiquilla hay un montón de creencias acerca de lo prolijo y lo blanco que va en contra de lo bajo, sucio y oscuro. Pero todo eso es ideología que surge de lógicas autoritarias de supresión. Así mismo, tiene encima otro montón de discursos higienistas que se inventaron las oligarquías.
Existen dos formas de la vulgaridad: la convivencia y la agresión. En el caso de la primera, lo vulgar se da en el ámbito de lo festivo. Allí, en pleno carnaval, antes que constituirse en una agresión verbal, es una invitación a la convivencia. Allí es el vínculo con el otro y el reconocimiento del otro; exaltación y alegría del encuentro. Cuando te maman gallo con este tipo de alusiones, es porque te conocen o te han tomado confianza; o, por lo menos, hay un vínculo previo. La vulgaridad que vincula cumple un rol de relieve en el carnaval y es relatada de manera magistral en algunas obras de Eurípides y Sófocles, en las cuales vemos que, desde la Antigüedad, arrojar excrementos y rociar orinas son actos degradantes, pero aceptados.
La otra dimensión de la vulgaridad es la agresión al otro, "madrazo" bien dado, desconfianza, negación del extraño que constituye, a la larga, una patología del lenguaje. De ese uso surge un límite impuesto al advenedizo, al que no es del mismo barrio o grupo. Un límite impuesto desde lo verbal y lo no verbal. La cultura que domina es la que definen al subalterno o al excluido con los mismos términos con los que caracterizan a lo no limpio.
La nariz prolongada de la marimonda en el carnaval no es más que la representación simbólica del falo, y el orbe testicular son los ojos. Los ojos como generadores del mundo. El mirar, hace que surjan las cosas. Las marimondas tienen una génesis voyerista.
La plebedad está inmersa en todas las expresiones culturales. En el cine podemos citar varios ejemplos, como la ya clásica película de Ettore Scola: Feos, sucios y malos.
En literatura encontramos a François Rebelais: algunas de sus obras no pueden ser llevadas a escena ya que están llenas de sugerencias, saberes populares y expresiones vulgares. Claro que hay muchos otros referentes: la obra del cubano Guillermo Cabrera Infante y la de los colombianos Héctor Rojas Herazo, Roberto Burgos Cantor, algunos pasajes de Ramón Illán Bacca; y obvio: los excéntricos polvos en la obra de García Márquez. Hay pasajes de Günter Grass que son escatología pura. La lista puede crecer con la novela El lamento de Portnoy del norteamericano Philip Roth, varias de Manuel Puig y de Mario Vargas Llosa. Lo mismo con la poesía de Raúl Gómez Jattin y Luis Carlos López. Habría que adentrarse también en algunas crónicas voluptuosas de Carlos Monsiváis y otras de contenidos concupiscente de Pedro Lemebel.
En pintura, pues nos extenderíamos, pero podemos hablar de Leda y el cisne de Leonardo, o de la Gala pintada por Dalí.
Un referente ineludible es la producción cinematográfica de Luis Ernesto Arocha, director en los años 70 de La ópera del mondongo, que surgió de la extensa parodia vallenata (altísimamente vulgar) que lleva el mismo título, obra de José María Peñaranda en 1969.
En la música popular hay cientos de expresiones con las producciones discográficas de Pedro "Ramayá" Beltrán, Dolcey Gutiérrez, Emilia Herrera, Lizandro Meza y otros. Hay más casos, lo que no hay es estudios ni modelos para estudiarla.
La plebedad nunca se va. Echa su materia forjada de ripios de otras lenguas y de gesticulaciones. Su esencia es escombros de siglos indignados, vejados. Aquí está desde siempre, desde antes de que las buenas formas limpiaran las plazas con escobas de palitos. Se engolosina y se adapta a todos los espacios: en el de palacio y en el de la plaza pública. Tira la piedra y esconde la mano. Ahí la tienen, por entre las bancas y las mesas de fritanga, rascándole las orejas a los perros. Se carcajea, es una ninfa desordenada y encuera que espera el momento menos oportuno para soltar su hervor, su lenguado frenesí, en el rostro del que sea.