La ética de los límites


Sé de un ex funcionario público que "mete perico". No es un secreto que dicho funcionario es bisexual. A veces se disfraza de mujer y arma orgías con sus amigotes en una cabaña apartada. Tiene amantes por doquier. Se dice que muchos son sus "hermanos de verija". Sus novias y novios dicen que posee un órgano sexual del tamaño de un Cheeto. Es un tipo malhumorado, mordaz y gritón. Su esposa es igual: una energúmena y soez arribista que da un trato pavoroso a sus subalternos. Sobre ellos voy a hablar, pues son conocidos...

¿Te das cuenta, estimado lector, cómo leíste de manera íntegra el párrafo anterior? No te detuviste y quieres saber ya el nombre de ese funcionario, ¿cierto? Acaso en lo más recóndito de tu ser te imaginabas ya quién era. Estoy seguro de que leíste esas 94 palabras y sentiste un regodeo sin igual y empezaste a barajar nombres en tu mente. No me equivoco.

La noticia es que –aunque no te guste– ese afán de indagar la vida íntima de la gente hace parte de nuestra humanidad. Se trata de nuestra sombra y tienes que aceptarlo. La buena noticia es que eso no se ve en sociedades que no le temen al cuerpo y a lo que este siente.

En cierta ocasión Truman Capote dijo que la esencia del periodismo es el chisme. No le concedo razón, pero sí acepto que la necesidad de indagar diversos aspectos humanos es el motor de monumentos del periodismo. Ejemplos hay muchos. Pero claro que a pesar de que el periodismo es una actividad reveladora el chisme no debería ser nunca su fuente formal. Hay que revelar a quienes detentan el poder, hay que mostrar cómo lo obtuvieron y qué cosas son capaces de hacer para llegar a él.

No en vano el periodismo otorga cierta investidura de autoridad y poder a aquellos que lo ejercen, pero es una navaja de doble filo. Razón tiene Carlos Monsiváis cuando aseguró que “el mayor poder al alcance de los informadores es el estremecimiento de la ética”.

No me nace defender a Vicky Dávila, pero tampoco quiero entrar en el grupo de los que hacen leña del árbol caído. No obstante, quiero hacer énfasis en algo: el periodista "de altura" (me refiero a aquel que –por los medios que sea– ejerce un liderazgo de opinión en la prensa montado en su rating y en las franjas de privilegio) tiene la capacidad de condenar o ensalzar a alguien e incluso de banalizar la información.

A lo largo de años Dávila calificó a su grupo de trabajo como “periodistas-periodistas”. Recuerdo que en tiempos de Juan Gossaín el lema era más secular y gozoso: “la voz de los que no tienen voz”. Confieso que el que se inventó Dávila, además de ser inferior resulta despectivo para con quienes no están en "su" nivel de privilegio laboral, lo que nos dice que los otros son sólo periodistas a secas, es decir, ramplones.

Conozco a cronistas formidables que desde la provincia están transformando al país. Los grandes alcances de nuestro periodismo los han hecho ellos en esos terruños apartados de la Capital. Son ellos quienes con muy escasos recursos aportan nuevas formas de relatos y maneras de mirar nuestra realidad. Estos no almuerzan con ministros ni son llevados en el avión del Presidente, tienen que pelear por su nota o su foto diarias ante los jefes de redacción y trabajan metidos en los montes o en las inundaciones. Ellos han comido junto a los míseros, dialogan con los escombros de la guerra y trabajan con amor y pasión a cambio de salarios mezquinos. A veces los matan por tener principios y dignidad.

La diferencia de ellos con los periodistas de altura radica en que a estos últimos les llegan a las carpetas de entrada de sus e-mails o las puertas de sus redacciones imponentes los pedacitos avaros de reservas del sumario, los videos y grabaciones de conversaciones. Y uno se asombra por esas informaciones que nadie tiene. Y uno cree que estos periodistas son genios de la comunicación y del arte de las relaciones. El problema es que tales informaciones les llegan a ellos fragmentadas y, por ende, sesgadas. Han sido ya filtradas por quienes buscan llegar al poder o empañar la vida de alguien. No deberían asombrarnos las denuncias que parecen sacadas del sombrero de un mago.

El periodismo comprime o infla los rasgos dinámicos de los acontecimientos. Es decir, a veces muestra de manera espectacular los hechos sin importancia o minimiza los hechos trascendentales.
Lo insano de esto radica en que hay un lado malicioso de ese poder pues asigna la posibilidad de agendar al país. Son ellos quienes le bajan o le suben el volumen a personajes y temas. Son ellos quienes generan oposición, odio o respaldo.

Pero ese mismo poder puede convertirse en espada de Damocles ya que el periodismo es áspero y en esa virtud es difícil mantenerse sin un resbalón, dijo el mexicano Julio Scherer García quien agregó que no cree que sea recomendable el amarillismo en el periodismo, sino que es casi inevitable. Si hay algo que reclamarle a Dávila es que lo que hizo es producto de la monstruosa idealización de la vida privada y colectiva como tendencia natural de nuestra sociedad. En efecto, es inevitable el error y es inevitable la jactancia de quienes tienen como fuentes al poder mismo.

Si supieran ellos lo saludable y enriquecedor que es para el oficio hacer mudanzas laborales, irse a otro medio y no quedarse inamovible en un rancho impostado. El poder corrompe. En las facultades de comunicación enseñamos a estar distantes de él, pero en el nicho laboral: en las emisoras, en los periódicos y en los canales de TV se nos estimula ese acercamiento tenebroso. No aprendemos de Tácito: "No saldrás ileso del poder, algo te quita".

Pero no todo es pérdida. El periodismo colombiano hoy se ha puesto a prueba. Es bueno que surjan estos debates y se reflexione sobre el papel que tienen los jefes y los accionistas del medio. Y es que el oficio va en la cresta de la ola de los acontecimientos. No se queda rezagado, es la pantalla en la cual los sucesos de la vida adquieren su desmesura.

Dávila nos ha dado una gran lección. Somos periodistas no santos ni jueces ni fiscales. La embarramos más de lo que la gente cree.

Vale la pena recordar aquí lo que les gritaba a los periodistas novatos el olvidado cronista Antonio J. Olier al llegar a la redacción en las mañanas: "¡Denigren! ¡Denigren que algo queda!". Lo hacía a contrario sensu y para recalcarles que la vida ajena se respeta.


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