La mujer del bolso blanco


ES LA PRIMERA VEZ que escribo sobre el incidente. Fue en Barranquilla, en la carrera 54 con calle 53. Fue un octubre.

Hay una panadería, estoy en la terraza donde un perro negro mira lejos. Varios muchachos, espigados adolescentes con uniformes, toman gaseosas, chancean con alboroto. Hace calor. Al frente hay un banco con sus avisos y gente entrando y saliendo, gente con diligencias. En su parqueadero hay una camioneta Ford Explorer, blanca, resplandeciente.

De repente, con velocidad impactante, una nube negra ciñó el cielo de la ciudad. Una brisa helada espantó a todos y enseguida fue una sábana de agua. Mucha gente de la calle entró al banco para protegerse. Quienes estábamos en la terraza de la panadería tuvimos que meternos, incluso el perro.

Se vino esa forma fiera de precipitación que sólo se ve en esta parte del mundo. Tenía tal intensidad que empezó a llover de forma horizontal. El agua llegó hasta adentro de la panadería mojando los exhibidores, la caja, las mesas vacías. —Ahora empieza lo bueno— dijo el señor que atendía la panadería señalando hacia afuera. Nunca me imaginé la naturaleza de lo que él llamó “bueno”.

Afuera el agua aumentó su  caudal en cosa de segundos y la calle se volvió un arroyo que se desbordó trepando la terraza. Debe de haber un nombre para endilgarle a una calle cuando se vuelve arroyo emputecido.

Lo peor, en verdad —lo surreal, diría—, es el vozarrón de animal amenazante que trae el arroyo. Para ser bestial la cosa, falta muy poco.

De un momento a otro los muchachos están ya en calzoncillos. Gritan. De inmediato están, como si nada, metidos en el torrente hediondo. Bracean. El señor de la panadería les advierte desde adentro que tengan cuidado que ese arroyo no es para juegos. En verdad es un madrazo de agua, pero los muchachos siguen como si nada, boxean metidos en la corriente.

Acto seguido, una mujer robusta y rubia, de pelo eternizado por el fijador y de unos cuarenta años salió del banco con un bolso blanco. Al parecer tiene prisa.

Una de las grandes desventajas de la prisa es que lleva demasiado tiempo, dijo, no me acuerdo en donde, el señor Chesterton.

La señora se cubre el peinado con su bolso blanco. Se metió en la camioneta Explorer blanca. Sonó la alarma. Se escuchó su motor encendido. A pesar de la cortina espesa de agua vi su rostro. Me miró. Miró al grupo de muchachos. Vi algo de ira en su cara. Vi el exosto formando en el aire una nube oronda. Varias personas salen del banco y le hacen señales. La mujer, dijo algo. Miró a un lado y otro del arroyo y se dispuso a cruzarlo.

Todos vemos la osadía de la mujer en su auto. Por alguna razón el perro salió a la terraza de la panadería y ladró hacia el arroyo de manera constante.

La mujer llevó la camioneta hasta la mitad del arroyo. Se apagó.

El señor dependiente de la panadería salió a la terraza y gritó: —¡Salga de allí! ¡No haga eso! —.

La mujer se mostró segura, maniobró el timón, pero no funcionó.

Grupos de hombres se formaron a ambos lados. Vi por un instante la altivez de la mujer de pelo eternizado por el fijador. Pareció no escuchar las advertencias.

Un palo saltó del torrente y golpeó con ímpetu el parabrisas. Un relámpago se vio, rojo, en el horizonte y luego el estrépito hizo que el perro se callara.

La camioneta empezó a hundirse. Una estela de humo se extendió. El agua ganó la cabina. Empapada, aún sin mojarse el cabello, trató de abrir la puerta pero fue imposible, sólo bajó los vidrios. Gritó algo.

Ahora hay espanto en su rostro. Tiene el bolso blanco levantado para que no se empape. De repente la camioneta es arrastrada varios metros por la corriente. Se levantan hacia la camioneta fragmentos de innumerables cosas: palos, bolsas negras, botellas. Es una espesa eclosión de basuras.

De alguna parte salió una cabuya y los muchachos se encadenaron agarrándose de los brazos. El último de ellos lanzó la soga pero fue imposible. Está lejos. La recogen y mientras lo hacen la camioneta es arrastrada de nuevo.

Salieron otros hombres sin camisa a ayudar. Traté de entrar a la cadena humana. Al meter los pies en la corriente sentí trancazos lastimándolos.

Entre todos hicimos una cadena que culminó en los tres muchachos y en la soga. El perro inició su ladrido interminable.

Uno de los hombres le gritó a la señora que por favor saliera. Pero esta no se dejó mojar el cabello. El bolso osciló por la fuerza del agua queriendo arrancarlo de su mano derecha.

Por fin la soga logró caer al interior.

—¡Señora, agarre la cabuya!—gritaron todos al tiempo.

Se demoró. No hizo nada. Sólo agarró su bolso con empeño.

De algún lado salió otra cabuya. Amarraron las dos para llegar hasta la camioneta. El cascarón de un televisor pasó flotando con una velocidad desmedida. Esta vez llegó hasta la puerta de la camioneta uno de los muchachos, el más espigado. Luchando con la fuerza del torrente, el joven le extendió la mano, pero la señora no hizo nada. Era sólo extender la mano para agarrarse del brazo del joven. La señora prefirió agarrar su bolso.

El intento se repitió cuatro veces, o cinco. Durante ese tiempo, al lado del rugido del torrente y de los gritos, se escuchó el ladrido incesante del perro.

La mujer prefirió quedarse en su camioneta. Varios segundos después fue arrastrada a un sitio más hondo. Sólo se veía el techo. Después fue engullida en medio de una movilidad espantosa, fue como si una mano energúmena la hundiera en el cieno.

Los noticieros dijeron que a la mujer se le declaró desaparecida. El cuerpo de bomberos y las autoridades hallaron a la camioneta y en su interior estaban todas sus pertenencias, incluyendo (claro) su bolso con una gruesa suma de dinero. La imaginé en algún sitio extraviado en el horizonte de sumideros con su peinado intacto pero con sus ojos apagados.

Supongo que una razón más profunda que el miedo le obligó a dar prioridad a la codicia y a la autodefensa, al extremo de dañarse por no confiar en los otros.

 


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