Cohen

“Todos saben que los dados están cargados”


“Todos saben que los dados están cargados, todos tiran con los dedos cruzados”, dice Leonard Cohen en una canción en la cual evidencia que todos a sabiendas de que la vida está llena de trampas y tramposos, insistimos en apostarle. Desde que tenemos uso de razón nos repiten la misma fábula: estudia, obedece, sé decente, no te salgas del camino recto, y la vida te premiará. Esa fue la mentira inaugural con la que nos domesticaron.

La realidad es otra. La vida no reparte recompensas según méritos morales. Basta mirar alrededor: políticos corruptos blindados en camionetas, empresarios que hicieron su fortuna en trampas, narcos convertidos en próceres sociales. La sociedad parece aplaudir más al que sabe robar con elegancia que al que se rompe la espalda trabajando honradamente y que, para remate, nunca cumple condena.

Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio, advierte que el sistema convierte la disciplina y el sacrificio en autoexplotación: nos venden la idea de que, si trabajamos más, si nos esforzamos más, alcanzaremos la gloria. Pero ese horizonte siempre se corre un paso más lejos. Mientras tanto, el vivo, el que rompe las reglas, se lleva la mejor tajada.

Zygmunt Bauman, en su radiografía de la modernidad líquida, advertía que en tiempos de inestabilidad los que se adaptan con rapidez —aunque sea con trampas— sobreviven mejor que los que permanecen fieles a las reglas. La flexibilidad, incluso moral, se convirtió en moneda de éxito.

Y Slavoj Žižek lo dice con su habitual brutalidad: el sistema no castiga a los corruptos, sino a los ingenuos que todavía creen en las reglas del juego. El cinismo dejó de ser excepción; hoy es el engranaje que sostiene al poder.

La tradición filosófica nunca fue ingenua en este punto. Nietzsche señaló que los fuertes imponen su voluntad, mientras que los obedientes se resignan a la moral de esclavos. Y aquí estamos: rodeados de fuertes que triunfan en el fango, mientras los honestos quedan relegados al aplauso invisible de su propia conciencia.

Entonces, ¿qué queda? Si el éxito visible está reservado para los tramposos, ¿qué sentido tiene la honestidad? Aquí entra otra idea, que no es de resignación, sino de fidelidad a uno mismo. El verdadero triunfo es no venderse, no claudicar frente al fango, no convertirse en lo que uno desprecia.

Camus lo dijo con lucidez en El hombre rebelde: “El hombre se rebela porque hay en él algo que vale la pena preservar”. Ese “algo” es lo que no dejamos morir, aunque la vida premie a los indignos. En un país donde la corrupción es norma, seguir siendo honesto es un acto de resistencia, un pequeño gesto de rebeldía que nos recuerda que no todo está podrido.

La victoria del honesto no se exhibe en portadas ni en banquetes. No se mide en carros, mujeres ni lujos. Es invisible, íntima, obstinada. Una victoria que consiste en no haberse traicionado.

El tramposo tendrá su botín. Nosotros tendremos la certeza. Y eso, aunque duela, aunque no brille, es más grande que cualquier farsa de éxito.