Para Lía.
Gandhi veneraba su rueca. Iba con ella a todas partes, incluso cuando visitó el palacio de Buckingham para hablar con la Reina. Lo hizo porque hilaba en sus ratos de descanso. Hilaba su ovillo de manera incansable. En vez de llenar su mente de discursos e indagaciones, la vaciaba realizando esa labor humilde. Dijo a todos que hilar era su ejercicio de amor. Y lo que uno ve en el fondo de toda esta arquetípica escena es que el amor es un acto de paciencia y constancia.
Gandhi se opuso al dominio británico y promovió la desobediencia civil como forma de protesta. En “la marcha de la sal”, los ciudadanos desafiaron impuestos excesivos para la obtención de este producto y es un ejemplo de desobediencia civil que fue replicado por otros líderes con serias repercusiones sociales.
Gandhi propuso esa labor de amor como motor de una revolución que usó la rueca como símbolo poderoso frente a las industrias textiles inglesas que explotaban a la población. Consiguió que la gente fabricara su propia ropa para retornar a sus sencillos modos de vida y evitar que los monopolios textileros explotaran a los menos favorecidos.
Lo irónico es que hace algunos años esta rueca fue subastada en 130 mil dólares.
No obstante, más que esa anécdota mercantilista, lo que debería salvarse de su legado es la noción de amor que uno debería imponer en la vida diaria. Este líder entendió al ser humano como fundamentalmente virtuoso y no como una entidad proclive. Entendió que todos podemos alcanzar la virtudes con esfuerzo y dedicación. Deberíamos aplicar cada día ese esfuerzo en las labores, grandes o pequeñas, para construir nuestro sentido. En esencia es volver al amor confiando en el otro y los demás.
Hacer un ovillo es como trenzar o pescar, son actividades son meditativas y profundas, repletas de amor y de espera. Es similar al acto de descascarar el arroz para los monjes zen. No se trata de concentración excesiva sino de paciencia en labores minúsculas.
Gandhi nos enseñó que hay que tener la disposición de encontrar significado en las tareas ordinarias, encontrar el vínculo, el valor y la belleza en las cosas sencillas.
Es pretensión vana el hecho de exigirle a todo aspecto de la vida un drama cósmico o una intensidad extraordinaria. Ello nos lleva al egoísmo. No todo es apoteosis en la vida. Por lo regular las cosas que más nos enriquecen son las más elementales.
El amor debería ser un susurro que llegue a tu oído con la cadencia del universo. No debería arruinarnos la vida, sino hacernos crecer.
Envidio a quienes hacen macramé, a quienes pintan miniaturas, a quienes siembran hortalizas o yucas. Usan el arte de la adivinación porque no saben cómo crece; no tienen la certidumbre de que el proceso esté dando frutos.
Admiro a quienes pueden hablar con los perros o criar pétalos o pescar durante largas jornadas. Es el engreimiento de la pompa de jabón. “Yo amo los mundos sutiles, / ingrávidos y gentiles/ como pompas de jabón”, escribió en Proverbios y cantares nuestro querido Antonio Machado.
Deberíamos vivir la vida de esa manera. Allí está la mejor de las luchas: una vida conectada al presente continuo.
Estamos tan distraídos en la glorificación de la vida individual y en nuestra estúpida manera de construir improbables futuros que no nos damos cuenta de que en nuestro presente habita la constante alegría que nos espera y nos mira con su rostro radiante.