RESISTENCIA: No puedo comulgar con Maduro, con Daniel Ortega ni con Petro


RESISTENCIA

Por un psicólogo-teólogo desde la Teoría Crítica de Ignacio Martín-Baró

Introducción

En un mundo atravesado por narrativas ideológicas que se disputan la verdad, la justicia y la dignidad humana, resulta vital distinguir entre las palabras que se pronuncian y las acciones que las encarnan. Como psicólogo social y teólogo comprometido con la praxis liberadora de los pueblos oprimidos, desde la trinchera crítica inaugurada por Ignacio Martín-Baró, afirmo con claridad: puedo compartir la mesa con un socialista clásico, pero no con un socialista del siglo XXI. No puedo comulgar —en sentido literal y simbólico— con Nicolás Maduro, con Daniel Ortega, ni con Gustavo Petro. Esta afirmación no nace del rechazo visceral, sino del análisis crítico de los frutos que han dado sus árboles políticos. La verdadera comunión, tanto desde la ética cristiana como desde la psicología de la liberación, exige coherencia entre palabra y vida, entre proyecto político y sufrimiento de los pueblos.

Socialismo clásico: entre utopía y dignidad

El socialismo clásico surgió como una respuesta histórica a la explotación del capitalismo industrial, un grito ético-político en favor de la dignidad del obrero, la redistribución equitativa de la riqueza y la construcción de una sociedad sin clases. Aun en sus contradicciones, figuras como Karl Marx, Friedrich Engels o Rosa Luxemburgo sostuvieron una lucha honesta por imaginar un mundo donde el ser humano no fuera reducido a mercancía. Más allá de los errores históricos y las derivas autoritarias del comunismo soviético, el socialismo clásico guardaba un núcleo utópico —profundamente ético— que permitía el diálogo con otras tradiciones de pensamiento emancipador, incluidas la teología de la liberación y la psicología crítica.

Martín-Baró lo entendió bien cuando definió la tarea de la psicología de la liberación como una opción por los pobres, por los nadies, por los excluidos del sistema. El socialismo clásico, en sus mejores momentos, intentó hacerse cargo de esos sujetos negados por el capitalismo. Por ello, desde una ética encarnada, puedo compartir la mesa con un socialista clásico. Con él es posible disentir, debatir, discernir y construir.

El socialismo del siglo XXI: retórica vacía, poder concentrado

Muy distinta es la situación con el llamado "socialismo del siglo XXI", una etiqueta usada por gobiernos que han instrumentalizado el lenguaje de la izquierda para legitimar prácticas profundamente autoritarias, corruptas y populistas. Esta es la razón por la cual no puedo comulgar con figuras como Nicolás Maduro, Daniel Ortega ni Gustavo Petro. Lo que estos líderes representan no es la liberación de los pueblos, sino una nueva forma de sometimiento, bajo el ropaje de una retórica revolucionaria que ha vaciado de contenido la esperanza de transformación.

El socialismo del siglo XXI ha hecho de la ideología un simulacro. Habla de "poder popular" mientras reprime a quienes disienten. Promete "redistribución de la riqueza" mientras genera élites políticas privilegiadas. Se envuelve en el lenguaje de "la patria", "el pueblo" y "la soberanía", mientras desangra las instituciones democráticas y silencia a la prensa libre. Desde la teología, esto es un pecado estructural: el poder se ha convertido en ídolo, y el sufrimiento humano, en instrumento de manipulación.

Nicolás Maduro: la perversión de la revolución

El caso de Nicolás Maduro en Venezuela es emblemático. Heredero del chavismo, ha conducido al país a una catástrofe humanitaria sin precedentes. Bajo su mandato, millones han huido del país por hambre, persecución y miseria. La inflación, la inseguridad, la censura y la represión son parte del paisaje cotidiano. Y, sin embargo, se sigue invocando el nombre de Bolívar y de Chávez como si sus espíritus fueran capaces de justificar el dolor actual del pueblo.

Desde la psicología de la liberación, la pregunta es clara: ¿quién está pagando el precio de esta "revolución"? La respuesta es obvia: el pueblo pobre, las madres solteras, los niños sin acceso a medicinas, los ancianos sin pensión digna. No se trata de un error administrativo, sino de una estructura de poder que ha destruido los vínculos sociales en nombre de una causa ya vacía. El socialismo, en este contexto, es una máscara del totalitarismo.

Daniel Ortega: del sandinismo a la dictadura

En Nicaragua, la situación no es diferente. Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo —poder que se extiende de facto como dinastía— han traicionado la revolución sandinista que en su momento representó una esperanza de justicia y autodeterminación. Lo que comenzó como lucha contra la dictadura de Somoza terminó replicando sus mismas prácticas represivas: presos políticos, censura, exilio forzado de líderes religiosos y cierre de medios independientes.

Daniel Ortega representa la continuidad de un modelo autoritario que ha vaciado el sandinismo de su contenido popular. Ya no se trata de liberar a Nicaragua, sino de controlar el poder indefinidamente. Desde la teología de la liberación, esto es una herejía política: la utopía ha sido convertida en un instrumento de dominación.

Gustavo Petro: entre la promesa y la incoherencia

El caso de Gustavo Petro en Colombia es más complejo. Proveniente de una lucha legítima contra el paramilitarismo y la corrupción, llegó al poder con la promesa de transformar un país profundamente desigual. Sin embargo, su discurso se ha tornado mesiánico, egocéntrico y contradictorio. Mientras denuncia las élites, construye su propio círculo de privilegios. Mientras habla de paz total, minimiza los efectos de la violencia narco y los pactos oscuros con grupos armados. Mientras promete una "potencia mundial de la vida", cierra los oídos a los gritos del pueblo afro, indígena y campesino que no ven cambios reales en sus territorios.

Desde la psicología crítica, esto se puede leer como una forma de narcisismo político: el líder como salvador, como intérprete exclusivo del pueblo, como único portador de la verdad. Desde la teología cristiana, esto raya en la idolatría. La figura de Cristo no fue la de un gobernante mesiánico, sino la de un siervo que se despojó de su poder por amor a los pobres. Petro, en cambio, parece perderse en su propio relato de redención.

Comulgar es compartir el pan de la verdad y la justicia

Decir que no puedo comulgar con Maduro, Ortega ni Petro no es una declaración partidista, sino una afirmación ética y espiritual. En el cristianismo, "comulgar" significa participar de un mismo cuerpo, compartir la mesa del pan partido, símbolo de entrega y fraternidad. En la praxis de la psicología de la liberación, comulgar es hacer causa común con los oprimidos, denunciar al opresor, resistir las ideologías que encubren el dolor.

Comulgar con estos líderes sería legitimar estructuras que han generado más sufrimiento que redención. No hay comunión posible cuando el pan que se reparte es el del cinismo, la manipulación y la violencia estructural. No puedo sentarme a esa mesa, porque esa mesa no es de la vida, sino de la muerte.

Conclusión: la mesa del Reino y la ética de la liberación

Puedo sentarme a la mesa con quienes han luchado por un mundo más justo, aunque hayan cometido errores. Con un socialista clásico, que aún cree en la dignidad humana como horizonte. Con el campesino que sueña con una reforma agraria justa. Con la madre comunitaria que exige salud y educación para sus hijos. Con el joven que grita en la calle pidiendo pan y dignidad. Pero no con quienes han traicionado esa esperanza, usándola para consolidar su propio poder.

Martín-Baró nos enseñó que la psicología debe partir del sufrimiento del pueblo, no de las categorías impuestas por el poder. La teología de la liberación nos llama a construir el Reino de Dios desde abajo, no desde los palacios del Estado. Por eso, como militante del pensamiento crítico, como creyente en el Dios de los pobres y como psicólogo comprometido con la verdad, afirmo: no puedo comulgar con Maduro, con Ortega, ni con Petro. Puedo sentarme con los que buscan la vida. Con los otros, sólo puedo denunciar, resistir y orar para que algún día vuelvan a la mesa del Reino.


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