¿Cómo reaccionaria si se queda dormido en un bus y despierta en un manicomio donde nadie le cree que está cuerdo o, si por los juegos del destino, le cae un pedazo de techo en la cabeza mientras visita una prisión de alta seguridad, queda privado en una de las celdas y se despierta en la mitad de un motín?
Viendo los primeros minutos de Celda 211 (2009), dirigida Daniel Monzón, no podía dejar de pensar en el cuento de Gabriel García Márquez en el que a una mujer se le vara el carro y entra a un manicomio para que le presten el teléfono y avisarle a su marido. En el lugar terminan confundiéndola con una loca más, y ni le prestan el teléfono ni la dejan salir.
Situaciones inverosímiles en lugares de pesadilla entrelazaban las dos historias en mi cabeza.
En Celda 211, Juan Oliver, decide ir un día antes a visitar su nuevo sitio de trabajo, una prisión de alta seguridad.
En el primer recorrido, acompañado de dos guardias veteranos, la prisión empieza a caerse a pedazos, literalmente.
Una pequeña parte del techo le cae en la cabeza provocándole a una herida que empieza a sangrar y en pocos minutos queda inconsciente.
Simultáneamente, los reos se sublevan y logran tomarse el pabellón de la prisión donde se encuentran los criminales más peligrosos, entre esos, tres etarras que son utilizados por los amotinados para presionar y obtener lo que demandan.
Cuando recobra la consciencia, en un acto muy inteligente o completamente estúpido, Oliver decide hacerse pasar por un prisionero recién llegado condenado supuestamente por asesinato.
Con su carita de no matar ni una mosca logra ganarse la confianza de Malamadre, líder de los reclusos y quien inicia el motín.
Al igual que la mujer en el cuento de García Márquez, Oliver entra por voluntad propia a la cárcel, los dos personajes pierden la conciencia por unos segundos y se desconectan de la realidad que está a punto de cambiarles para siempre, y los dos tienen oportunidades frustradas o desaprovechadas para escapar de sus situaciones lo que terminan torciendo más la historia y dejando una sensación insoportable de impotencia.
Sensación que se mantiene a lo largo de toda la película. Impotencia ante las decisiones desesperadas que toman los protagonistas que sirven de gatillo para impulsar la narración y crear nuevos conflictos, al tiempo que los personajes van mostrando más matices.
Muy rápido el espectador se da cuenta que los malos no son tan malos como parecen y los buenos pueden llegar a reaccionar de manera irracional.
Luis Tosar, como Malamadre, es todo lo que un villano debe ser: intimidante, sanguinario y volátil; no es precisamente el personaje con el que se quiere tropezar en una calle solitaria.
En contraste está Juan Oliver, personificado por Alberto Ammann, un tipo buena gente, a primera vista insignificante y hasta frágil, alguien común y corriente.
A pesar de interpretar personajes con características y roles fuertemente marcados, los actores no caen en la caricaturización, pero si puede conducir a quien ve la película a dejarse llevar por sus prejuicios.
No hay que olvidar que en Celda 211 nada es lo que parece y que, como en la vida real, se puede sentir empatía por los malos cuando tienen irreconocibles gestos de bondad y seguir queriendo a los buenos cuando se portan peor que los malos.
Sin ser sensiblera y sin moralejas edificantes se van desvaneciendo los límites y los personajes resultan ser lo que las circunstancias les deparen.
Si bien es otra película de los oprimidos que luchan contra un sistema que los excluye y olvida, la producción española atrapa por el ritmo vertiginoso que mantiene todo el tiempo y por la incertidumbre que genera cada nueva decisión o reacción de los personajes.
Buen cine español que maneja a la perfección el lenguaje comercial del Hollywood sin llegar a sus extremos.