¿Estamos tan mal como para parecernos a 1984?


En la actualidad, el término “posverdad” ha dejado de entenderse como un concepto técnico y académico, sino como una práctica diaria. En las redes sociales, en los espacios politicos, en los discursos de campaña y hasta en las noticias, se libra una batalla silenciosa por el sentido de las palabras. George Orwell ya lo había advertido en su obra 1984: el poder no se sostiene solo con represión o propaganda, sino con la colonización del pensamiento. Y su herramienta más eficaz sigue siendo el doblepensar.

En la novela, doblepensar significa aceptar dos ideas contradictorias al mismo tiempo y creer que ambas son verdaderas. Hoy, ese mecanismo mental se ha convertido en una forma cotidiana de supervivencia política. Escuchamos a líderes que juran defender la “democracia” mientras atacan las instituciones; que denuncian la “corrupción” mientras premian la lealtad por encima de la transparencia; que llaman “reforma social” a la simple rotación de poder, aunque este siga enfrascado en los mismos. Como en el eslogan que plantea Orwell, “La guerra es la paz”, la política moderna repite su propia historia: “La mentira es estrategia”.

La tecnología ha perfeccionado lo que el Partido hacía con tijeras y periódicos. Las verdades se editan en tiempo real, los videos se recortan según conveniencia, y se masifican por medio de las redes, los algoritmos amplifican la indignación y borran la memoria. Ya no hace falta un Ministerio de la Verdad: basta con un trend de tik tok o un influencer que declare lo que “realmente pasó”. El pasado se vuelve algo que se puede editar y la coherencia, un estorbo en el camino de los “trending topics".

El doblepensar no solo ocurre en los discursos políticos, sino también en nosotros. Nos indignamos por la violencia derivada de la polarización en el sector político, pero aplaudimos los insultos cuando provienen de nuestro bando. Pedimos transparencia, pero compartimos noticias sin verificar, sin saber si son “fake news”. Creemos defender la libertad de expresión mientras cancelamos toda voz que nos moleste o con la que no estemos de acuerdo. Esas contradicciones cotidianas son la materia prima de la manipulación, y cuando las contradicciones se normalizan, el poder ya no necesita censurar, solo entretener.

Colombia no escapa a esta lógica. Los gobiernos prometen el cambio mientras reproducen las mismas prácticas que criticaban; la oposición denuncia abusos que antes callaba; los medios reclaman independencia, pero negocian titulares, por el mejor postor. El resultado es una ciudadanía confundida, cansada y, sobre todo, falta de memoria. Y como decía Orwell, “quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”.

Quizá el desafío más urgente no sea elegir entre izquierda o derecha, sino entre verdad y conveniencia. Recuperar el pensamiento crítico implica resistir al doblepensar, dudar del discurso cómodo, contrastar la información, recordar. Porque cuando la verdad se convierte en una cuestión de partido, la libertad deja de ser un derecho y se vuelve una nostalgia.