La justicia se exhibe, pero no repara.


En nuestro país, la justicia a menudo se viste de espectáculo. Cada cierto tiempo aparece un fallo mediático que parece poner orden, que da la impresión de sancionar al poderoso y de consolar al débil. Pero más allá de la noticia de los medios y del escándalo en redes sociales, lo que queda suele ser poco más que humo.

Las decisiones judiciales, en muchos casos, no reparan totalmente a las víctimas, no generan cambios en la estructura judicial y tampoco logran restaurar la confianza del pueblo en las instituciones. Cumplen una función netamente simbólica: se convierten en un acto público de escarmiento, pero no en una herramienta real de transformación.

El abogado Luigi Ferrajoli advierte que el derecho sin garantías efectivas se convierte en mera retórica. En nuestro contexto actual, esto significa que las decisiones judiciales se limitan a “mostrar justicia” sin realmente hacerla. Se prioriza la apariencia sobre lo sustancial: el castigo como noticia y no como reparación de victimas.

A este teatro del escenario judicial se suma un fenómeno preocupante, nuestros jueces y magistrados, en lugar de limitarse a interpretar y aplicar la ley, a veces se visten de activistas. Sus sentencias dejan de ser pronunciamientos jurídicos y se convierten en manifiestos ideológicos. Lo que debería ser un fallo imparcial termina convertido en la bandera política de algún sector ideológico . Con ello, se debilita el principio de separación de poderes y se debilita la confianza ciudadana: la justicia parece estar sesgada en algunas ocasiones, en lugar de garantizar derechos fundamentales.

Pero el problema es doble, aunque no parezca. Por un lado, las víctimas quedan atrapadas en un laberinto donde obtienen una “victoria” que no cambia sus vidas. Por otro, la ciudadanía recibe un mensaje equivocado: que basta con la sentencia mediática —o con el activismo judicial— para dar por resuelto un conflicto profundo. El resultado es una justicia que exhibe más de lo que entrega, como si fuera —una vitrina—.

No se trata de desconocer la importancia de los fallos emblemáticos, ni de negar que los jueces puedan interpretar la Constitución, sino de advertir el riesgo de convertir al juez en legislador o en militante. Una justicia que impacta mediaticamente pero no repara, y que además actúa como actor político, es una justicia incompleta: pierde imparcialidad, mina legitimidad y alimenta la polarización.

La salida a esta situación solo será posible cuando cada decisión judicial deje de ser un acto simbólico vacío y se traduzca en una acción efectiva, reparación integral para las víctimas, cumplimiento real de los fallos y transformación institucional tangible. La justicia no puede seguir siendo un espectáculo mediático; debe convertirse en un aire fresco que devuelva legitimidad y limpie la mala imagen que ha ido acumulando en la sociedad.