En fechas como hoy escribo con un único propósito, decir lo que siento.
La Navidad se vende como una temporada de compartir, de dar sin esperar nada a cambio, de luces y felicidad. Ese es el storytelling oficial de esta hermosa época. Pero cuando uno madura, y deja de tragarse la portada, empieza a notar lo que hay detrás del decorado.
Ya no basta con ver sonrisas y fotos navideñas; uno empieza a observar las grietas. Familias aparentemente unidas, pero emocionalmente rotas. Padres ausentes que intentan compensar su silencio con regalos caros. Hijos llenos de cosas, pero vacíos de afecto. Una felicidad tercerizada.
Y luego está el otro jugador fuerte de la temporada: la política.
Los políticos suelen ser los que mas aprovechan estas fechas para hacer “impacto social”. Y ojo, ayudar no está mal. Dar felicidad, entregar detalles, apoyar al que lo necesita… eso en sí mismo es valioso. El problema aparece cuando el regalo deja de ser un acto desinteresado y se convierte en una inversión electoral.
Porque cuando un padre agradece al político por el regalo de su hijo, ese agradecimiento muchas veces se transforma en una deuda invisible. Una deuda que se cobra en la próxima campaña electoral. Y ahí la Navidad pierde su esencia: deja de ser dar sin esperar nada y pasa a ser dar para garantizar lealtad.
Hace poco le pregunté a mi mamá por qué daba regalos a personas que probablemente no le darían nada a cambio. Y me dijo que la respuesta es simple, casi que incómoda:
En el caso de los católicos, cuando vamos a misa dejamos una ofrenda. No sabemos si el sacerdote usará bien ese dinero, si lo administrará correctamente o si cometerá errores. Aun así, damos. No para recibir algo después, sino para causar un impacto en nuestra iglesia, porque el sentido del acto no está en el retorno, sino en la intención.
Eso debería ser la Navidad:
dar sin factura, sin cálculo y sin campaña.