La transparencia es ese valor que todos celebran en público pero que a muchos les causa
escozor en privado. En teoría parece sencilla, basta con mantener las cuentas claras, la
información abierta, las decisiones visibles y la palabra lista para la argumentación. Sin
embargo, en la práctica, sobre todo en lo social, político y en lo laboral, funciona como manejar un
Ferrari en Cartagena. Todos sabemos que es lo mejor, pero un hueco nos frena cada veinte
metros.
Defender la transparencia cuando distintas situaciones ponen en alerta a la ciudadanía no
es un ejercicio ideal en la práctica de los gobernados. Se siente como una cirugía a corazón
abierto. Contarlo todo puede desatar pánico colectivo, ocultarlo genera desconfianza y
comunicar a medias deja al líder expuesto como alguien que ni siquiera sabe qué
dashboard está mirando.
Aquí aparece la verdad pura que no enseñan en los manuales de gobierno. La
transparencia no es opcional. Representa credibilidad, confianza y un seguro para la
ciudadanía frente a quienes administran lo público. Aunque duela, incomode, hasta que
pueda destapar incendios mediáticos y dejar expuestos a servidores y garantes de la cosa
pública. Aun así, es preferible a la duda constante. Incluso ofrece un beneficio inesperado
para el infractor, que termina liberándose de sí mismo y de sus propios demonios.
La ciudadanía prefiere realidades incómodas antes que sospechosos silencios que nadie
entiende. La transparencia no funciona solo como un valor moral, también es un mecanismo
de gobernanza. Sin ella los entornos sociales se enrarecen y comienzan a operar con bases
de sospecha, “rumor y chisme”. Un país que toma decisiones guiado por comentarios
sueltos termina administrándose como un grupo de WhatsApp familiar.
Es complicado, porque la transparencia puede parecer contraproducente en ciertos
contextos. Algunos discursos plantean que conviene adaptarse o retirarse, ceder o perder el
contrato, retribuir o renunciar al negocio. Sin embargo, las sociedades funcionan bien
únicamente cuando pueden observar lo que ocurre detrás del telón. No para
escandalizarse, sino para comprender, evaluar y exigir mejoras reales.
La clave está en asumir que la transparencia no consiste únicamente en hacer públicos los
problemas. Su verdadero valor está en mostrar las rutas de solución. Desde ese punto se
mide el liderazgo auténtico. La ciudadanía tiene derecho a esperar de sus gobernantes
coherencia, deber ser y liderazgo positivo.