En todos los contextos, siempre se destacan premisas como “tienes que disfrutar lo que haces”, “lo que sea que hagas, que sea con amor” o el sabio retruécano “ama lo que haces, haz lo que amas”, que funcionan como consejos y recorderis a nuestra mente para que nos sintamos satisfechos con nuestras actividades, si no lo estamos, o que sencillamente, busquemos ese punto de equilibro entre el quehacer y lo que en verdad nos apasiona.
Entonces, si pregonamos esa filosofía de “zapatero a su zapato”, o dicho más romántico “la alegría del zapatero cuando está con su zapato”, ¿por qué seguimos estigmatizando e imponiendo (aunque sea mental o tácitamente) oficios por género o por edades? Las tareas son de quienes quieran hacerlas, no se adjudican a nadie según ningún modelo; si habitamos el siglo XXI para gozar de la tecnología a nuestro alcance, también lo estamos para darle flexibilidad a algunas tradiciones.
La cocina no es patrimonio de las mujeres y dicho sea de paso, hay que recordárselo a las fábricas de juguetes que desde niñas nos quieren sugestionar con ese oficio. Comer es una necesidad básica y cocinar es un acto de amor, pero debe ser una posición respetable si una mujer decide darle la espalda a este quehacer, ¿tiene que hacerlo? Lo único que tenemos que hacer es morirnos, lo demás se hará solo si queremos.
Entre gustos no hay disgustos, y si dentro de los disgustos de una mujer está el arte de cocinar, bien puede abstenerse, hace parte de su derecho al libre desarrollo de la personalidad, nadie nace con ese deber impuesto aunque tenga la necesidad de comer, para satisfacer el hambre existen millones de opciones diferentes a las manos propias en una estufa.
Esta decisión que más bien parece un tabú, una rebelión, lamentablemente no es respetada ni aprobada, ni por hombres, ni por las mujeres que si les gusta y buscan influenciar sobre la determinación buscando razones externas que la desvirtúen: “así no te puedes casar, a los hombres se les conquista con buena mesa”, “si tú no le cocinas a tu marido, otra lo hará”, “tienes que aprender a cocinar para la vida”, como si la prosperidad en pareja la sostuviera un plato o menú, como si el amor se midiera con la saciedad de hambre, como si la vida no ofreciera suficientes opciones para elegir.
Para hacer cualquier actividad o acción debemos estar a gusto y convencidos con ella, y cocinar requiere de mucho amor y dedicación, porque los valores son condimentos y los sentimientos son aderezos e indudablemente en el proceso de transformación y preparación de los alimentos dejamos un poquito de nosotros, además del sello personal que identifica la sazón. Por lo que representa emocionalmente, sostengo, sólo deben cocinar los que realmente quieran hacerlo, mueran por hacerlo y deseen hacerlo, hombres o mujeres, y no escriturarle a las damas los artículos, utensilios y electrodomésticos (si pensaban regalar cosas de cocina para el día de la madre, eso no cuenta, son bienes comunes) y mucho menos el oficio.
No hay razón más grande para cocinar que la satisfacción de una necesidad básica y fisiológica, y si aun teniéndola optamos por no hacerlo, no hay nada más poderoso que nos convenza, todo lo demás son falacias sociales; a la larga, ninguna adulta negada para la cocina en su sano juicio ha muerto de hambre, es cuestión de creatividad en las soluciones.
La infidelidad y el amor de un hombre no pueden ser el arma para amenazar a una mujer a que cocine, ni deben existir los plazos, ni apelar a casos fortuitos, como si no pudiéramos encontrar una buena solución, hay millones de personas más que lo saben hacer y pueden ayudarnos con el problemita del hambre ¿cuál es el afán de que todas las mujeres del mundo cocinen?
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