Amar la tierra es un sentimiento que nos acompaña a lo largo de la vida, implícito, intrínseco, unas veces parco y otras veces demostrado. Nadie dimensiona su tamaño hasta el día en que se enfrenta a la distancia y por ir tras las ansias de conocer el mundo, por perseguir un sueño, por buscar una formación profesional de mejor calidad, o en pro de una mejor oportunidad laboral, deciden volar del nido con destino internacional.
Como quien estrena novia, la expectativa de vivir solo fuera de Colombia es inmensa, las comparaciones son apenas lógicas y exorbitantes para quienes llegan a países desarrollados y reflexionan sobre nuestras carencias, sin embargo y tal cual sucede en el amor la magia empieza a perderse poco a poco cuando el nuevo hogar pasa factura con la soledad, los estigmas hacia los latinos, la hostilidad en el trato y las dificultades del día a día se agudizan. La vida no es perfecta en ningún lado, desde luego, la diferencia es que vivirlas fuera de casa implica asumirlas sin un abrazo aliciente que sirva de combustible para continuar.
El emigrante latino, particularmente colombiano, tiene la capacidad de hacer amigos, socializar, luchar, hacer su esfuerzo por adaptarse y trabajar muy duro por la razón de ser de su viaje, pero cuando llega la noche y se halla sólo y desocupado añora su pueblo querido, los patacones y el pescado, la bulla que un día le fastidió, y si es cartagenero, el voceador del periódico de las 6:00 a.m., el pick-up del vecino, el calor de saludar a los amigos por la calle, y desde luego, el amor y atenciones del Hotel Mama.
Dicen algunos que quien se aleja se olvida más fácil y quien se queda vive en el recuerdo permanente, y aunque efectivamente las mejores condiciones de vida en el extranjero seduzcan a los emigrantes a quedarse, el cordón umbilical con la tierra madre mantiene el enlace y los deseos de volver, aunque fuera de visita. Hay cosas en la vida que no tienen precio y que no se comparan ni con las 7 maravillas del mundo, y son el calor de hogar y la amistad, son la verdadera gasolina de avión que trae de vuelta a quien se fue.
Además de las incomodidades y molestias que sufren los emigrantes latinos con quienes los reciben, tienen que lidiar con los comentarios prejuiciosos e indolentes de quienes nos quedamos, pues habrá siempre alguien que levante injurias, dudas, suposiciones, hablando de bienestar, riqueza y opulencia que a veces ni existe, sólo basados en las publicaciones de redes sociales y la felicidad efímera que eventualmente se transmita en ellas, entonces comemos de fotos para especular, criticar y envidiar, ignorando la cuota de sacrificio económica, moral y afectiva de quien está lejos.
No todo lo que brilla es oro, todo se logra con esfuerzos, las verdaderas cosas buenas se construyen a base de sacrificios. Volar a nuevas tierras es un trampolín para unos, una solución para otros y un imposible para muchos más. A quien tenga la convicción de hacerlo debemos reconocerle mérito de trabajar por los sueños, perseverar sin importar cuánto cuesta y regresar a casa con la satisfacción del deber cumplido.
Aunque lamentablemente nuestro país no brinde las garantías ni los estímulos a quienes le traen títulos honorables y regresan a servirle y a ejercer para la comunidad, aunque tampoco brinde como nación opciones favorables y los obligue a volar, como en el caso de los profesionales de la salud, siempre será valioso el ardor y las dificultades vividas durante esa experiencia de quien parte a traernos gloria y felicidad a través de su trabajo, al final el beneficio es de quien se sirva, de todos.