Arreglar y componer: verbos ordinarios que se convierten en arte cuando los músicos los ponen en acción en sus partituras. En lugar de acordes, arreglan momentos, los adornan con el melodioso sonido de sus obras, alegran cualquier ocasión, despiertan emociones, animan a las piernas a moverse, los brazos a abrazarse en aplausos y a las bocas a cantar con ahínco, con precisión o sin ella. No escriben letras, en realidad componen la sonrisa de quienes inevitablemente nos conectamos y contagiamos de los mensajes que contienen sus canciones.
Los maestros de la música esconden en el pentagrama el secreto de la felicidad, confuso para quienes desconocemos el tema, pero claro para ellos, porque logran hacerle el amor a un instrumento con tal pasión que convierten una atmósfera de placer para los sentidos de quienes los percibimos. Y ni qué decir de los vocalistas, la gloria sea para sus cuerdas, por ponerlas a disposición de la humanidad para contarnos y cantarnos la vida misma, y por su capacidad de invadir nuestra mente y ponernos a repetir a todo pulmón cada una de sus palabras, gobernando nuestro inconsciente al recordarlas, una contagiosa pero deliciosa sensación
Los músicos de todos los géneros, edades, preferencias y latitudes hacen vibran los corazones cual ondas de sonido, resucitan momentos enterrados, se calma el alma, y hasta el ceño más fruncido sucumbe al poder de la música.
Bendita sea Santa Cecilia, patrona de estos talentosos seres humanos, capaces de destilar arte, de transformar las emociones en alegría. Los músicos son dioses de los cinco sentidos, poseen tacto, gusto y oído precisos y preciosos como las piedras, pero más valiosos que todas ellas.